Partidos Políticos

El ministro irresoluto y la crisis de la política tradicional


por Gustavo Setrini

La población paraguaya es actualmente más joven, más urbana, más educada, más productiva (en términos capitalistas), más desigual, más vinculada a los flujos de información y de migración internacionales, y más diversa en su forma de expresarse e identificarse que nunca.

Esto se refleja tanto en cambios culturales superficiales (la mayor diversidad de la vestimenta de la juventud, la explosión de cafeterías y barberías con una estética newyorquina en Asunción), como en la fuerza y la forma que van tomando las reivindicaciones sociales y la reacción a ellas.

Si bien la disciplina partidaria obligó a Peña retractarse en su declaración, algún tipo de redefinición de los límites de la exclusión es inevitable en Paraguay.

Entre las últimas, están las expresiones sociales y políticas del feminismo que se manifestaron en la marcha multitudinaria del 8m, así como la reaccionaria condena de la ‘ideología de género’ que las acompañó de sectores conservadores. También están los movimientos estudiantiles que paralizaron dos veces a la Universidad Nacional de Asunción y a cientos de colegios a lo largo del país, logrando un cambio de autoridades en estas instituciones, provocando a la vez la renovación de prácticas autoritarias que frenaron los procesos de reforma. Finalmente, está el movimiento campesino, en proceso constante de redefinición frente a la violencia del Estado y el sector agro-empresarial.

Uno siente que, a partir de estos y otros cambios, Paraguay experimenta una suerte de modernización en disputa —que la transformación demográfica y económica del país conduce hacia la desintegración de las costumbres, los valores, y las identidades tradicionales y que estos entran en flujo y se convierten en objeto de disputa y reconstrucción. Son tiempos muy dinámicos en Paraguay, en los cuales se sienten nuevas libertades que vienen estrechamente ligadas a nuevas inseguridades.

En el medio de todo este cambio, se observa una continuidad notoria. El país cuenta con un sistema partidario del siglo XIX. Los dos grandes partidos tuvieron su origen después de la guerra grande como agentes del imperialismo regional y vehículos clientelares de la oligarquía paraguaya. Estos partidos han mantenido estas características hasta hoy en día, a pesar del acelerado ritmo de cambio social, provocando una crisis potencialmente definitiva del sistema partidario.

Esta crisis se manifestó en la elección de Lugo, su destitución irregular (léase golpe), y el intento del gobierno de Cartes de reformular las bases de la hegemonía del Partido Colorado. Vale recordar el espectáculo de los seccionaleros colorados que se crucificaban luego de la asunción de Cartes, en protesta abierta por la falta de repartición de cargos públicos a sus correligionarios. Si el gobierno de Lugo se alió con la oligarquía liberal para proporcionar a organizaciones sociales y a los líderes de la sociedad civil su primer acceso a la maquinaria estatal, el gobierno de Cartes pretende entregar el Estado a intereses del sector privado y desplazar la vieja élite política. Aunque las clases empresariales y populares no cuenten con representantes propios en el congreso, los partidos tradicionales se encuentran apretados por derecha e izquierda.

Por toda su irracionalidad, el conflicto sobre la enmienda fue en gran medida una batalla entre viejos poderes políticos y la nueva élite económica para definir la salida de la crisis de legitimidad y representatividad de los partidos tradicionales. Pero más allá de superar esta disputa entre élites, esto requiere que los partidos tradicionales recompongan las bases electorales que les sustentan en el poder, desde la maraña de nuevas identidades e intereses que surgen en Paraguay.

Es en este contexto que se debería interpretar la sorprendente declaración de Santiago Peña, a favor del matrimonio igualitario y su predecible retracción de esa declaración. Hay que recordar que la mayoría de los jóvenes paraguayos tienen padres y abuelos afiliados o simpatizantes del partido colorado. Al mismo tiempo, los jóvenes demuestran menor afinidad y lealtad partidaria que generaciones anteriores, y se destacan por eso como el activo más importante para asegurar el futuro de los partidos tradicionales.

Como presumido candidato del cartismo, Peña representa el cambio generacional y la consolidación de la modernización conservadora de la política y la economía paraguaya. Como destaca Nancy Fraser, la estrategia para compatibilizar estos elementos de cambio social y continuidad política se exhibió a lo largo de las últimas décadas de crecientes crisis económicas en los Estados Unidos:

“Durante todos los años en los que los se abría un cráter tras otro en su industria manufacturera, el país estaba animado y entretenido por una faramalla de ‘diversidad’, ‘empoderamiento’ y ‘no-discriminación’. Identificando ‘progreso’ con meritocracia en vez de igualdad, con esos términos se equiparaba la ‘emancipación’ con el ascenso de una pequeña elite de mujeres ‘talentosas’, minorías y gays en la jerarquía empresarial del quien-gana-se-queda-con-todo, en vez de con la abolición de esta última. Esa comprensión liberal-individualista del ‘progreso’ vino gradualmente a reemplazar a [una comprensión] más abarcadora, antijerárquica, igualitaria y sensible a la clase social de la emancipación que había florecido en los años 60 y 70. El resultado fue un ‘neoliberalismo progresista’, amalgama de truncados ideales de emancipación y formas letales de financiarización.”

La rapidez con la cual las actitudes homofóbicas se moderaron en los EEUU fue increíble e inesperada. No se puede negar la posibilidad de que pase algo parecido en Paraguay y no parece un detalle menor que venga de Peña esta declaración en los tiempos pre-electorales.

Si bien la disciplina partidaria obligó a Peña retractarse en su declaración, algún tipo de redefinición de los límites de la exclusión es inevitable en Paraguay. A la vez, el episodio señala la facilidad con la cual actitudes marginalmente más progresistas, como, por ejemplo, con respecto a la sexualidad, se pueden incorporar dentro de un régimen político aún represor de las minorías sexuales, de las mujeres, de los trabajadores, y de los indígenas y campesinos.

Es perplejo el hecho de que lo progresista del neoliberalismo pueda llegar a Paraguay justo en el momento en el que suena su campana fúnebre en el resto del mundo. Mínimamente, significa que la resolución a la crisis política que vive el país no está predeterminada, y que se abre un espacio para que los actores sociales y pensadores críticos instalen propuestas de transformación que van mucho más allá de la modernización conservadora y el neoliberalismo moribundo que plantea el cartismo.

 

* Foto de portada: Agencia de Información Pública Paraguaya, 1 de febrero 2016; Reuters, 31 de marzo 2017.

 

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