Política

El regulador capturado


Por Jorge Rolón Luna*.

Las instituciones de regulación, diseño y decisión de políticas públicas en los diversos ámbitos de la vida social tienen el propósito de actuar en función de esos –muchas veces– difusos conceptos de “bien común” o “interés público”. Si bien estos conceptos no son unívocos –pueden ser considerados desde una perspectiva económica, social, filosófica–, los vocablos “bien” y “común”, así como “interés” y “público”, ayudan a tener una idea de lo que se quiere decir cuando van juntos. Desde Platón y Aristóteles, se han ocupado del “bien común” varios notables pensadores, como Séneca, Santo Tomás de Aquino, Campanella, Tomás Moro, Maquiavelo, Erasmo de Rotterdam o Karl Popper. El concepto fue además objeto de normativización por parte del derecho romano.

El Estado moderno, en su concepción liberal, es un instrumento de integración social y de resolución de los problemas colectivos. Así, los distintos grupos que integran la sociedad no serían necesariamente irreconciliables, pues el Estado es capaz de integrarlos, armonizar sus intereses y servir por igual, al menos teóricamente, a todos los ciudadanos; es decir, al “bien común”.

Siguiendo esta lógica es que los órganos reguladores tienen como fin velar por que el interés privado no prime por sobre el interés general; están entonces facultados, por ejemplo, para evitar prácticas monopólicas o abusivas de parte de determinados actores, especialmente corporativos o empresariales. De igual manera, los organismos públicos que diseñan y aplican políticas públicas deben realizar su labor pensando en el interés de la sociedad en su conjunto y no en el de un grupo reducido de sujetos o personas, sean estas físicas o jurídicas (salvo que trabajen en pro de minorías o grupos vulnerables).

Más allá de esto, que corporaciones, grupos o sujetos particulares –poderosos– influyan en la política es una práctica tan vieja como culpar al prójimo de los errores de uno. Sin embargo, es desde los años 70 del siglo XX que se ha empezado a hablar del concepto de “regulator capture” (captura del regulador). O sea, cuando una agencia pública es capturada para promover los intereses de un grupo o corporación, poniendo a la institución al servicio de la parte y no del todo. 

Fue durante aquella década que el premio Nobel George Stigler, de la Universidad de Chicago, definió la “teoría económica de la regulación”  o simplemente “teoría de la captura”. Según Stigler, mientras las industrias –aplíquese a cualquier grupo de interés con poder económico– tienen una clara y patente voluntad de influir en los entes que las regulan o que aplican políticas públicas, los ciudadanos están siempre menos motivados y, además, carecen de la capacidad de influir en esos ámbitos. La captura del ente regulador se da, entonces, cuando quienes dirigen esos órganos o instituciones de carácter público pertenecen al mismo tiempo al ámbito o actividad regulado. Así, ponen a aquellas instituciones al servicio de intereses corporativos particulares. A esas agencias se las denomina “captured agencies” (agencias capturadas).

Para muchos políticos y pensadores sociales, la “captura del regulador” es nociva para la democracia y nefasta para la ciudadanía. Nada más antirrepublicano que el que la parte se apodere del todo que pertenece a todos. Cuando se habla de República, al decir de Nicola Matteucci, se habla de “la cosa pública, la cosa del pueblo, el bien común, la comunidad”. Cicerón, en su De República, destaca como elementos distintivos de la República “el interés común y, especialmente, el consenso a una ley común, a aquel derecho a través del cual una comunidad afirma su justicia”, lo que este clásico autor llamó iuris consensus. La prevalencia reiterada del interés de una minoría, de una élite con poder, atenta entonces contra la propia vigencia de la democracia e impide la república, pues sabotea ese juris consensus del que hablaba Cicerón. 

El reciente nombramiento del empresario y proveedor del Estado, Eduardo Felippo, como titular del Consejo Nacional de Ciencias y Tecnología (Conacyt) constituye un ejemplo notorio de “captura del regulador”. Esta designación es cuestionable por donde se la mire: ya sea por el rotundo rechazo a su designación de gran parte de la comunidad científica y académica del Paraguay, por la notoria falta de idoneidad de Felippo o por sus censurables puntos de vista sobre la ciencia y sobre la labor del Conacyt como ente regulador y promotor de la actividad científica y de la investigación académica.

En años recientes hemos visto, por ejemplo, el caso de la crisis financiera mundial del 2007-2008, con todas sus terribles consecuencias para millones de seres humanos estafados por los tentáculos de la banca de inversión. Esto no hubiera sido posible sin el silencio cómplice de las distintas instancias –capturadas– de control público del mundo financiero norteamericano (Federal Reserve –FED–, Securities and Exchange Comission –SEC–, Financial Industry Regulatory Authority –FINRA–, entre otros). La “captura del regulador” es a su vez posible gracias a “la puerta giratoria” (revolving door), un mal hábito de las burocracias y algo indiscutiblemente negativo para el conjunto de la sociedad, que consiste en el constante flujo de personas circulando constantemente entre altos cargos del sector público y el privado. 

El reciente nombramiento del empresario y proveedor del Estado, Eduardo Felippo, como titular del Consejo Nacional de Ciencias y Tecnología (Conacyt) constituye un ejemplo notorio de “captura del regulador”. Esta designación es cuestionable por donde se la mire: ya sea por el rotundo rechazo a su designación de gran parte de la comunidad científica y académica del Paraguay, por la notoria falta de idoneidad de Felippo o por sus censurables puntos de vista sobre la ciencia y sobre la labor del Conacyt como ente regulador y promotor de la actividad científica y de la investigación académica. Como si esto fuera poco, teniendo rango de ministro como lo dice la ley, el hecho de que Felippo sea paraguayo naturalizado y no natural –es argentino de nacimiento– es clara e incontestablemente inconstitucional, algo que el presidente Abdo ha ignorado flagrantemente, y que amerita el inmediato relevo o renuncia de Felippo de ese cargo.

La llegada de Felippo a esta institución constituye una simple y llana captura de un órgano público por una parte minoritaria de la sociedad, para poner sus recursos y planes a disposición del único y exclusivo interés que esta minoría representa. Y no se debe uno llamar a engaño: no se trata de que el sujeto en cuestión sea empresario; se trata, entre muchas otras cosas, de su posicionamiento con respecto a la ciencia y la investigación, al pretender crear una falsa dicotomía entre ciencias buenas (o útiles) y ciencias malas (o inútiles), así como de su visión acerca de la administración del Conacyt que, para él, debe ser manejado como “una empresa (sic). Desde su evidente desconocimiento del mundo científico, Felippo se ha despachado con declaraciones en las que se ha mostrado hostil hacia las ciencias sociales, racista (investigar “indios” no vale la pena, según dice) y “pragmático”, señalando que solo se aprobarán investigaciones sobre cuestiones “tangibles” (por ende, en el Conacyt no habrá lugar para, por ejemplo, la física cuántica, entre muchas otras áreas eliminadas de sopetón por E. F.). 

No es que estas prácticas antidemocráticas y antirrepublicanas sean precisamente novedosas, como hemos dicho; pero ese objetivo de cooptación corporativa nunca estuvo tan patente como ahora con la designación del ingeniero Eduardo Felippo en Conacyt. Cualquiera que se tome la molestia de leer la ley que regula al ente comprobará que las facultades del órgano son demasiado importantes como para que respondan únicamente a una peligrosa visión empresarial de la ciencia y de la investigación científica, lo que compromete seriamente el futuro de todos los ciudadanos y ciudadanas de nuestro país.

*Abogado, docente universitario e investigador independiente.

Imagen de portada: Oxfam

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