por Fabián Chamorro*
Pocos pueblos en la historia contemporánea han puesto al servicio de su independencia y soberanía mayor suma de sacrificio y heroísmo. La guerra que no era “contra el pueblo paraguayo sino contra su gobierno”, se llevó a más de la mitad de la población del país. Lo dejó sin defensas, lo desmembró territorialmente y lo endeudó infamemente. La alianza formada por Argentina, Brasil y Uruguay impuso sus condiciones, no a un pueblo vencido, las impuso a un pueblo exterminado.
Un fenómeno extraño se vive en Paraguay cada 1 de marzo. Los ciudadanos del país, sin importar estrato social, condición económica o formación intelectual, se enfrascan en discusiones que tienen como protagonista principal a Francisco Solano López. Aquel presidente que a poco de estallar la guerra con el Imperio del Brasil, y aprestándose para invadir Corrientes, se hizo nombrar Mariscal para enfrentar el peso de 300 años de historia.
La indefinición de los antiguos límites españoles y portugueses, la política expansionista y hegemónica del Brasil y el centralismo de Buenos Aires en un país dividido entre unitarios y federales, fueron las causas principales que llevaron a la región a su guerra más grande y sangrienta.
Pintando al Mariscal, con toda franqueza, tenemos a una especie de monarca, que en las escuelas introdujo una adaptación del catecismo de San Alberto, y que se enriqueció con propiedades y negocios del estado.
Pero vamos a López. Una figura histórica tiene tantas circunstancias, tantas facetas, que es difícil conceptuarla. El historiador uruguayo Carlos Demasi nos ayuda con la construcción del héroe máximo:
“La laboriosa instauración de la figura heroica aparece como una tersa y progresiva evolución (…) que conduce desde el “desconocimiento” y la “incomprensión” de los contemporáneos, a través de sucesivas “revelaciones” hasta el triunfo definitivo de la “verdad histórica”.
El Mariscal fue proscripto y puesto fuera de la ley por los primeros gobiernos paraguayos instaurados durante y después de la guerra. Ésta “incomprensión”, fue el motor que movió a su hijo, Enrique Solano López Lynch, a luchar, denodadamente, por la causa del “lopismo”. A esas alturas, fines del siglo XIX, el país vivía ya las luchas políticas y las eternas discrepancias entre colorados y liberales. Estaba en la memoria el reciente juicio por traición a la patria contra José Segundo Decoud y en las clases dominantes el tema “anexionismo” era disimuladamente debatido.
Los reivindicadores de López evitaron los juicios morales sobre él y prefirieron entender lo que el Paraguay se jugaba en 1864.
Antes de la polémica Cecilio Baez – Juan E. O’leary, ocurrida entre 1902 y 1903, hecho que cambió definitivamente la forma de contar la historia del Paraguay, el Mariscal solo había recibido especial atención cuando se cumplieron 15 años de su muerte. La sociedad paraguaya, que tenía aún en 1885 el recuerdo del dolor de la guerra, prefirió seguir con el proceso de reconstrucción nacional evitando homenajes en fechas o a personajes de la contienda.
Luego de 1902, y justamente de la pluma de O’leary, ocurrió la “revelación”. La reivindicación lopista, con el tiempo, impuso a Francisco Solano López en el corazón de sus compatriotas. Una generación de paraguayos, la más brillante de nuestra historia, el novecentismo, vio la figura de López despojada de sus crímenes y mostró su aspecto épico. Para ellos, los que nacieron en el medio de tanto dolor, las cuestiones eran claras: bajo las condiciones que cargó el Tratado Secreto al Paraguay, López representó a la causa nacional; estar contra López era estar con la Triple Alianza.
La “expansión” lopista logró sus objetivos, y para festejar el centenario del Mariscal, en 1926 (realmente había nacido en 1827), miles de personas salieron a las calles para participar de todo tipo de eventos, en el centro histórico de Asunción y otros puntos del país. Al Partido Colorado, que había abrazado definitivamente la reivindicación del héroe, lo acompañaba parcialmente el Partido Liberal con gran número de referentes.
En la actualidad, defendiendo aquella “verdad histórica”, mostrada por O’leary y sus compañeros, vemos hasta al Partido Comunista paraguayo. Los colorados, que fueron cambiando doctrinariamente desde principios del siglo XX hasta encontrarse definitivamente en el lado nacionalista, no tuvieron problemas en continuar con la glorificación del Mariscal hasta ponerlo al nivel de José Gaspar Rodríguez de Francia (también compartido con los compatriotas de la izquierda), Carlos Antonio López y, por supuesto, Bernardino Caballero. Y más allá de que la educación estronista obligó a varias generaciones de paraguayos a conocer los himnos del lopismo, difícilmente el colorado promedio entienda la dimensión de López.
Situación similar se da en la izquierda, que ve en el Mariscal el quijote contra el imperialismo. En principio no el brasilero, sino el británico, que con el revisionismo de escritores argentinos y brasileros, se convirtió en el “cuarto” aliado en la contienda contra el Paraguay, en una época donde la guerra fría polarizaba el mundo.
Pero volvamos a los tiempos de la “revelación”, intentando hallar los motivos que llevaron a los paraguayos a encumbrar a un héroe máximo. Pintando al Mariscal, con toda franqueza, tenemos a una especie de monarca, que en las escuelas introdujo una adaptación del catecismo de San Alberto, y que se enriqueció con propiedades y negocios del estado. Si entramos a la guerra, es imposible pasar por alto los procesos de San Fernando, el suplicio de Juliana Ynsfran de Martínez, el ajusticiamiento de Pancha Garmendia y el vía crucis de miles de paraguayas que sufrieron las peores vejaciones por el pecado de tener un familiar caído en desgracia frente a López.
Sin embargo, nuestros padres y abuelos, más apremiados que nosotros, pues veían cerca una nueva conflagración – la Guerra del Chaco – entendieron que comprender es perdonar. Y no estoy repitiendo una frase motivacional. Los reivindicadores de López evitaron los juicios morales sobre él y prefirieron entender lo que el Paraguay se jugaba en 1864.
Hoy, lejos del dolor paraguayo heredado de la contienda, deberíamos buscar lo mismo, comprender el contexto en que lucharon aquellos valientes; comprender la magnitud del sacrificio que aceptaron; comprender la importancia de la causa que defendieron.
“Vencer o morir”, López cumplió con la promesa, su pueblo también, legandonos un ejemplo estupendo de dignidad y patriotismo. Y en eso, nuestras banderas, tienen que coincidir.
* Historiador.
** Imagen de portada: la muerte del Mariscal López, del pintor suizo Adolph Methfessel.
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