por César Trapani
El contexto político actual confronta dos posiciones aparentemente antagónicas en torno a la reelección: “defensores de la Constitución” contra “promotores de la democracia”. Este escenario resulta incómodo para quienes sentimos inclinación tanto por el ideal democrático de la participación popular, como por la importancia de ciertos diques constitucionales que delimitan las condiciones propicias de la democracia.
Los partidarios de una reforma constitucional buscan generar adhesión a su propuesta centrándose en el carácter perenne de la decisión e intención constituyente, indicando, consecuentemente, que el camino correcto para cambiar una cuestión tan crucial debería ser el más sinuoso. Mientras, por otro lado, los partidarios de la enmienda sostienen que el pueblo debe tener la última palabra en este tipo de asuntos, limitándose a sentenciar: que la gente decida.
Ahora bien, más allá de las posiciones propias de la dirigencia política, quienes nos veremos afectados por las mismas deberíamos enfocarnos en las implicancias de cada una de las vías y mirar críticamente las razones con las que se busca persuadir. En este sentido, me importa reflexionar sobre la conveniencia y viabilidad de la enmienda como supuesta figura que engrandece la democracia.
El atractivo del discurso supuestamente democrático de la enmienda desaparece cuando uno presta atención a su forma de comprender el desbloqueo de los cerrojos constitucionales a través de la intervención cívica.
Uno de los soportes de la reivindicación de la enmienda es el respeto de la voluntad popular. Las cualidades de esta base argumental, sin embargo, son desconocidas o no son defendidas como se esperaría de quienes promueven alterar la norma. Cuando se ven arrinconados por las acusaciones de violación constitucional, hemos visto cómo optan, tanto la ANR como el Frente Guasú, por aliviar la presión tirando el fardo a la Corte Suprema de Justicia (en la espera de que, según dicen, sea ésta quien verifique la constitucionalidad del procedimiento que habilite la reelección con una enmienda). Esto constituye la primera contradicción del supuesto impulso al empoderamiento popular.
Históricamente, y como uno supondría que aquí también ocurre, la desavenencia entre las posiciones “constitucionalistas” y “democráticas” se ha enfocado, entre otras cosas, en la funcionalidad que se otorga a las normas constitucionales y a su interpretación, lo que hace a la definición de nuestra vida en democracia. Los segundos no toleran que se amordacen con ellas las intenciones de las mayorías y los primeros no admiten que una superioridad numérica coyuntural desgaste los cimientos que garantizan la democracia. Para ello, estos últimos entregan las llaves de la lectura de la Constitución a un órgano que ha de encargarse de hacer prevalecer el significado y sentido que, en su génesis, le han dado los constituyentes. Naturalmente, esto resulta irritante para quienes ponen en primer lugar la voluntad de la mayoría.
¿Cómo deberíamos entender, en este caso, ese llamado al pueblo? Poco parece interesarle, al Frente Guasú, si, en lugar de las urnas, son unos cuantos ministros de la Corte quienes dejen correr a Fernando Lugo como candidato. Él mismo se ha mostrado reacio a considerar el mecanismo de la enmienda, expresando que prefiere el visto bueno judicial: ¿les da lo mismo, entonces, que la gente decida, o, en todo caso, preferirían que la visión del abogado del ex presidente encaje con los criterios interpretativos de los custodios de la Constitución? Por otra parte, ¿en qué lugar pone el oficialismo el interés (de los vivos) de llevar a cabo la modificación constitucional? ¿No es engañoso dar al pueblo un rol protagónico, cuando luego será la Corte quien decidirá si procede (o no) convocarlos? Igualmente, cabría preguntarnos: ¿por qué invocar a un oráculo extranjero para que traduzca de modo autoritativo nuestra Constitución, cuando lo que importa es que la gente decida? Como puede verse, las discrepancias de los políticos que apoyan la enmienda son varias, pero entre ellas, hay una más, básica: la concepción del pueblo como supuesto decisor principal.
En segundo término, también llama la atención sobre aquello que la gente debería decidir. Los entretelones dejan ver que la verdadera discusión, lejos de involucrar formas de participación ciudadana, se produce a puertas cerradas. De este modo, el pueblo al que se dice convocar no puede influir en los términos mismos de lo que se busca cambiar: ¿Da lo mismo decidir en favor de la reelección sin la posibilidad de opinar sobre cuántos períodos han de autorizarse? ¿Tiene igual valor pronunciarse a favor de la reelección -que podría darse- pero a condición de que este mandato rija a partir de las próximas elecciones? Si lo que importa es consultar a la ciudadanía, ¿no tendría sentido consultar además si preferimos la reelección alternada, o si estimamos pertinente que el presidente renuncie (o no) si aspira ser reelecto?
Si es tan trascendente que la gente decida, ¿qué grado de deferencia se tiene con ella cuando los términos de la decisión se encuentran decididos de antemano? ¿es este todo el sentido de la democracia que podemos pedir (y que nos pueden ofrecer)? Uno podría interrogar también, en otro orden de cosas, si no nos preocupa cambiar ciertas reglas sin tener en cuenta otros elementos. Piénsese, por ejemplo, si no nos atemoriza desbalancear la estructura institucional dando más tiempo al presidente con los mismos poderes. O, tal vez, si no nos produce intranquilidad abrir las compuertas de la reelección en las condiciones en que se financia la política actualmente y, lo que es peor, ante la acostumbrada obsecuencia de los organismos de control.
El atractivo del discurso supuestamente democrático de la enmienda desaparece cuando uno presta atención a su forma de comprender el desbloqueo de los cerrojos constitucionales a través de la intervención cívica. No puede negarse la atracción que suscita la idea de que decidamos sobre cosas tan fundamentales para nuestro porvenir. Sin embargo, esta noción empieza a vaciarse cuando vemos que seremos llamados a aprobar o rechazar cuestiones previamente decididas por los intereses de unos pocos. Esto solo equivale a decirnos que nuestro juicio es lo más importante, pero siempre y cuando los magistrados de la Corte Suprema lo crean también así.
La clásica representación metafórica del dilema constitucional referida por Jon Elster en Ulises y las sirenas, alude a la necesidad convencional de, como se le ocurriera a Ulises, atarnos las manos y taparnos los oídos para que el canto de las sirenas, presentado aquí como eventuales distracciones dañinas, no devenga en decisiones públicas desacertadas. Por lo pronto, podríamos decir que se necesita mucho más que un simple y engañoso eslogan para justificar la modificación constitucional tal como se la plantea. La democracia, en su ejercicio práctico, puede y debe ser mucho más persuasiva que esto.