Por Rodrigo Ibarrola.
Toda declaración de inconstitucionalidad marca una discordancia entre el discurso jurídico y las prácticas sociales efectivas, que siempre debe resolverse a favor de la consolidación y resguardo del sistema de libertades y garantías. Esta era la idea final del voto del doctor Carlos Santiago Fayt, en un fallo que sería fundamental para casi dos millones de argentinos en 1986.
La existencia del divorcio en el vecino país data de 1888, año en que se promulgó la Ley de Matrimonio Civil, pues antes era regida enteramente por el derecho canónico. No obstante, a pesar de prever la figura del divorcio -en puridad sólo la separación de cuerpos-, esa legislación establecía la indisolubilidad del vínculo, lo que impedía a los divorciados volver a contraer nuevas nupcias. Tendrían que pasar cien años para que el divorcio vincular fuese realidad, precipitada a través de un fallo al que luego siguió la modificación de la citada ley.
En ese tránsito, hubo un breve período de secularización gracias al avance del reformismo peronista que marcó un hito en 1954 con la sanción de la Ley N° 14394 que establecía el divorcio vincular. Sin embargo, su vigencia tuvo corta duración ya que el gobierno de facto de ese momento (en la autodenominada “Revolución Libertadora” que derrocó a Perón) lo declaró en suspenso y paralizó los procesos judiciales en trámite por Decreto-Ley N° 4070 del 1 de marzo de 1956. De tal manera que las cosas volvían a estar como antes, donde una persona podía divorciarse, sin restituir su aptitud nupcial.
En esa circunstancia se encontraban Juan Bautista Sejean y Alicia Kuliba, ambos divorciados, cuando en el año 1978 habían decidido llevar una vida juntos. Hasta que en 1985 decidieron plantear –por primera vez– la declaración de inconstitucionalidad del artículo 64 de una ley que llevaba en vigencia casi cien años, buscando restituir su aptitud nupcial. “El Derecho es lógica pura. Cuando la ley contradice la lógica del hombre común, generalmente es una mala ley”, decía Sejean (que había sido juez) en una entrevista años después.
Así, con una férrea oposición de colegas, periodistas y amigos por traer al tapete un tema tabú, inició una batalla legal que tuvo sus reveses. Perdió en primera instancia y luego la sentencia fue confirmada por la Cámara de Apelación, por lo que no quedó más que recurrir la decisión ante la Corte Suprema, donde -por fin- encontró respuesta. Esa Corte conformada por los doctores Carlos Fayt, Enrique Petracchi, Jorge Bacqué, José Caballero y Augusto Belluscio, emitió, el 27 de noviembre de 1986, un histórico fallo y declaró por mayoría de 3 a 2 (votaron a favor los tres primeros) la inconstitucionalidad del artículo señalado.
El fallo, de gran calidad argumental y notable nivel iusfilosófico e histórico, denota el perfil progresista de una Corte que clamaba por dotar de carácter vivo a las normas. Empero, debe reconocerse que tuvo el impulso del cambio jurisprudencial norteamericano, ya que fue luego de reconocerse el rango constitucional al derecho a la privacidad cuando se consagraron otros derechos derivados.
Aquí es destacable mencionar el fallo en el caso Griswold v. Connecticut (381 U.S. 479), de 1965, donde la Suprema Corte entendió que la prohibición del uso de anticonceptivos era lesivo de tal derecho. Luego, el fallo en el caso Zablocki v. Redhail (434 U.S. 374), en 1978, que terminó por reconocer que en el derecho a la privacidad se incluyen las prácticas relacionadas al matrimonio y a las relaciones familiares.
Esta situación de contraposición fue entendida por la Corte, al indicar que los derechos y garantías que enumera la constitución no deben ser entendidos como negación de otros no enumerados, entre los que se hallaba el de la dignidad humana. A su vez era intrínseco a esto último la satisfacción de las necesidades del hombre, siempre que fuese con decoro, reconocidas por la ley, que no ofendiera el orden y a la moral pública, ni perjudique a un tercero, de modo tal que puedan conducir a la realización personal. En ese orden de ideas, el matrimonio, constituía una necesidad humana esencial para satisfacer la sexualidad, constituir una familia y, consecuentemente, procrear. Por consiguiente, su indisolubilidad lesionaba derechos esenciales y concernientes al libre desenvolvimiento de la personalidad.
¿Qué argumento hay para afirmar que de entre todos los derechos y garantías que integran el sistema de las libertades individuales de nuestra Constitución, hay uno solo, el de casarse, que desaparece luego de ejercido, aunque también hayan desaparecido las razones que llevaron a dos personas a unirse en matrimonio o hayan aparecido motivos que impongan, para la realización de sus planes personales de vida y para la consecución de su felicidad, la necesidad de poner fin a su vínculo?
Sin embargo, considerándolo como indisoluble la legislación vigente hacía del matrimonio el único derecho constitucional que se agotaba en su ejercicio, cosa que no sucedía con ningún otro del mismo rango, ya que con cualquiera de los otros cada habitante que gozara de él y lo ejerciera podía fracasar en obtener los resultados que buscaba, como en el derecho a trabajar, o el de ejercer una industria lícita, y así con los demás.
Si bien los fracasos matrimoniales eran un hecho doloroso, estos no desaparecerían porque se los ignorase. Por tanto, era obvio que no podían prohibirse por vía legal. En este sentido, el divorcio vincular abriría la posibilidad de que dicho fracaso no sea definitivo, “¿Qué argumento hay para afirmar que de entre todos los derechos y garantías que integran el sistema de las libertades individuales de nuestra Constitución, hay uno solo, el de casarse, que desaparece luego de ejercido, aunque también hayan desaparecido las razones que llevaron a dos personas a unirse en matrimonio o hayan aparecido motivos que impongan, para la realización de sus planes personales de vida y para la consecución de su felicidad, la necesidad de poner fin a su vínculo?”, señaló el doctor Petracchi.
La Corte también entendió que la indisolubilidad del vínculo (de innegable impronta religiosa, ver Canon 1141) no resultaba compatible con la libertad consagrada de profesar diversas creencias religiosas, muchas de las cuales no conciben al matrimonio como indisoluble.
Tampoco se dejó de lado la convencionalidad.En efecto,se notó la incompatibilidad entre tal disposición legal yel pacto de San José de Costa Rica, que exigía medidas que aseguren la igualdad de derechos y la equivalencia de responsabilidad de los cónyuges en cuanto al matrimonio, “durante el matrimonio y en caso de disolución del mismo” (artículo 17.4), así como eliminar de la legislación todo tipo de discriminación, por ejemplo, el padecido por un divorciado o un separado de hecho.
Especial énfasis se puso sobre las transformaciones históricas y sociales que se vive en cada época, se argumentó que la indisolubilidad del matrimonio no genera garantía de cohesión social, sino que produce la proliferación de relaciones de hecho sin protección jurídica, frente a un discurso que reivindica el papel de la familia como la base de la sociedad, corriéndose el riesgo de que la realidad social desborde a la realidad jurídica, volviéndose un conjunto de principios sin contenido social y sin aplicación práctica. Esta clase de distancia inusitada acarreaba el peligro –decía Petracchi– de transformar las instituciones en un discurso esquizofrénico o en expresiones de una hipocresía social.
Como corolario, obtenida la venia de la Corte, Juan Bautista y Alicia, de 48 y 33 años respectivamente, contrajeron matrimonio en marzo de 1987, en presencia de su hija de 3 años –hoy abogada–, no sin gran repercusión periodística. Finalmente, ante el asomo de nuevos tiempos y motivado por el fallo de la Corte, el 3 de junio de 1987, el Congreso argentino terminaría por aprobar la Ley de Divorcio Vincular. Este sería uno de los cambios que daría pie al avance de la secularización de tal institución, que vería venir en el siglo XXI una profundización inimaginable en otras épocas.
Imágenes: Diario La Nación e Infobae.com