Por Carlos César Trapani.
El Congreso Nacional aprobó modificar el artículo 245 del Código Procesal Penal que regula el uso de las medidas alternativas a la prisión preventiva en los procesos penales. En él se establecen los tipos de medidas existentes y los casos en que, actualmente, no procede su aplicación. Cuando quede promulgada la modificación, los jueces no se verán tan limitados para disponer de estos mecanismos en vez de la prisión. Este precepto es de los más importantes en la práctica judicial. Dado que la mayoría de los presos están en la cárcel sin condena, las reglas que definen si uno va estar libre durante el proceso que afronta son, en estas circunstancias, casi todo.
Brevemente, quisiera poner sobre la mesa algunas cuestiones que, entiendo, han sido poco atendidas y son, en lo personal, de las más importantes a la hora de pensar el tema. Hasta ahora, lo que se escucha en la discusión pública está relacionado con lo que dice la Constitución sobre la excepcionalidad de la prisión preventiva y con el escenario más constitucional al que retornaríamos si cambiamos la ley. También se han levantado voces de alarma, como la del senador Jorge Querey, que alertan que la modificación legislativa conllevaría que 4000 personas pidan su libertad, generando un caos en la justicia.
Empiezo llamando la atención sobre cómo llegamos a este punto de crisis penitenciaria. En los años 2004 y 2011 se introdujeron cambios al mencionado artículo 245. Estas variaciones implicaron, en esencia, que los jueces no pudieran hacer uso de las medidas alternativas en ciertos casos. La ley terminó disponiendo que los jueces, en lugar de preferir, por ejemplo, el arresto domiciliario o una prohibición de salida del país, escojan la cárcel. Todo esto, porque el sospechoso tenía otro proceso pendiente o porque el delito investigado tenía una pena superior a 5 años. Esto difería de la redacción original de la legislación, que facultaba al magistrado a determinar si ameritaba encerrar a alguien considerando, básicamente, si podría fugarse u obstruir la investigación.
Quiero decir que, a pesar de los giros políticos que pudieran darse en algunos ámbitos, hay continuidades muy fuertes en los discursos y las políticas penales de todos los gobiernos.
La primera modificación fue impulsada en el año 2004 por el mismo Poder Ejecutivo. El Congreso, con idas y vueltas, acogió la iniciativa y terminó reconfigurando el modo en que debían aplicarse las medidas alternativas, restringiéndolas. En el año 2011, los congresistas pusieron pie en el acelerador y endurecieron, aún más, el sistema penal. Aquí estuvieron involucrados casi todos. Algunas fuerzas políticas que hoy día se muestran proclives a “reconstitucionalizar” el derecho penal, tuvieron representantes en las sesiones donde se aprobaron ambas reformas y fueron corresponsables de ellas. Además de los partidos tradicionales, estoy pensando, por ejemplo, en el Partido Patria Querida y el Partido Democrático Progresista.
¿Quiénes fueron, entonces, los responsables de esto? Todos. Como lo dijo hace poco Jorge Rolón Luna, ni siquiera el gobierno de Fernando Lugo, considerado de izquierda -que uno creería debió mostrar un especial compromiso con contener el poder punitivo del Estado- se interesó en hacer uso de sus facultades para vetar una de las reformas.
Como dijera Máximo Sozzo, el miedo de mostrarse blando con la criminalidad, sumado a la falta de ideas, pesan a la hora de desmantelar esta trayectoria institucional punitiva que ha echado raíces profundas. Quiero decir que, a pesar de los giros políticos que pudieran darse en algunos ámbitos, hay continuidades muy fuertes en los discursos y las políticas penales de todos los gobiernos. De hecho, podemos ver cómo las reacciones ante la gravísima situación penitenciaria, que hoy motiva estos intentos de moderación de la penalidad, empiezan en el acto a perder vuelo. La discusión que vemos ahora consiste en solventar la preocupación de qué hacer con los miles de presos que solicitarían su libertad, ante la inminente caída del fundamento legal que los jueces utilizaron para encerrarlos.
Para tomarnos en serio la Constitución, no basta con reinstalar -de modo ficticio- las garantías penales, siendo que, para ser iguales ante ellas, se requieren de otros esfuerzos estatales. Si no se pone en marcha el programa de derechos que recoge la ley suprema, difícilmente podamos hablar de que hoy existen las precondiciones para tener una verdadera justicia penal.
Justamente sobre este punto quiero insistir. Ante todo, me interesa mirar qué tan serios son los esfuerzos del Estado por sostener su autoridad para ejercer el poder de castigo. En el marco de masivas violaciones de derechos humanos y altísimos niveles de brutalidad, ¿acaso no merecemos que las autoridades hagan algo más que decir que van a achicar las puertas de las cárceles? Por mucho tiempo, los legisladores solaparon estos retrocesos normativos omitiendo proponer correcciones y la Corte Suprema de Justicia los avaló rechazando las inconstitucionalidades planteadas contra ellos. Todavía peor, los jueces pudieron haber leído el Código Procesal Penal en su integralidad y no de forma fragmentada, como diría Enrique Kronawetter, y así encontrar la misión de garantizar la libertad que estas reformas, en parte, desdibujaron. En muchísimos casos, a pesar de los cambios legislativos de 2004 y 2011, no hubiesen tenido que escoger entre prisión o medida alternativa, sino simplemente habrían decretado la libertad durante todo el proceso. Era posible esa interpretación.
Las cárceles, más allá de las heterogeneidades que marcan a nuestra sociedad, como afirma Roberto Gargarella, siguen siendo casi homogéneas en su composición. Sin exonerar a nadie de su responsabilidad penal, podemos igual preguntarnos cómo tanta exclusión social desatendida no es motivo para impugnar la forma en que el Estado ejerce la violencia legítima. Es decir, en una comunidad de desiguales, en la que se impone deliberadamente dolor de manera selectiva, una coyuntura como esta debería servir para que las distintas ramas del poder muestren compromisos que excedan los muros de las cárceles.
Si al Estado le interesa recomponer el orden social cuando alguien lo quebranta al cometer un delito, debería preocuparse por ver cómo ha estado tratando a quien considera delincuente. Por ahora, nos está diciendo que los peores miserables, a quienes viene encerrando indiscriminadamente en inhumanas condiciones, podrían salir. Así, no parece prestarle mucha atención a qué sociedad lo vamos a devolver, ni mucho menos de la que salió. En el fondo, se trata de qué entendemos por justicia penal. Si el Estado me hace de menos y favorece desigualdades extremas, ¿cómo puede convencerme que está bien reprocharme por no respetar parte de sus leyes?
Para tomarnos en serio la Constitución, no basta con reinstalar -de modo ficticio- las garantías penales, siendo que, para ser realmente iguales ante ellas, se requieren de otros esfuerzos estatales. Si no se pone en marcha el programa de derechos que recoge la ley suprema, difícilmente podamos hablar de que hoy existen las precondiciones para tener una verdadera justicia penal.
Fuente de imagen: El Surtidor (Santi Carneri)