Política

¿Quién defiende la débil democracia en el Paraguay?


Enrique Gomáriz Moraga*

La democracia lleva una vida azarosa en el Paraguay. Los sondeos indican que más de la mitad de la población paraguaya estaría dispuesta a dejar caer la democracia si con ello mejorará su situación económica. Y conste que estos datos son previos a la reciente crisis política originada por el acta firmada con Brasil sobre Itaipú y la iniciativa de juicio político al Presidente Mario Abdo.  Hoy existe consenso en diversos medios del país acerca de que esta crisis ha reducido aún más la confianza de la ciudadanía en las instituciones democráticas.

Desde una visión panorámica, puede apreciarse que hay factores de laminación de la base social de apoyo de la democracia paraguaya que recorren toda la estructura social. Ya se sabe que las élites socioeconómicas —como en casi toda la región— solo aprecian la democracia si les facilita o al menos no les dificulta realizar sus provechosos negocios. Por otra parte, alguna vez se dijo que el principal sostén de la democracia residía en las clases medias. 

Es cierto que dichas clases saben apreciar el dulce aroma de las libertades cívicas y políticas que trae la democracia, pero también es cierto que últimamente aumenta su percepción de enfrentar una pinza, entre dificultades económicas y una inseguridad creciente que la democracia no parece ser capaz de resolver. Y en cuanto a las clases trabajadoras (sin necesidad de precisar aquí su contorno) los sondeos indican que se inclinan cada vez más por cualquier régimen que les evite los agobios de una crisis económica en ciernes.

Parece oportuno, entonces, echar una mirada sobre los llamados formadores de opinión. Y lo que se percibe en medios periodísticos, políticos y académicos, es que la democracia es malquerida. Se habla mucho más de sus defectos que de sus virtudes. Ello es particularmente así en los círculos progresistas. Si se revisa diversos medios de comunicación de esa orientación, el resultado es palpable: la democracia no consigue evitar la venta del patrimonio nacional, no responde a las necesidades sociales, tiene baja calidad o está a punto de convertirse en una narco-plutocracia. Es cierto que por debajo de esas abundantes críticas puede apreciarse un miedo íntimo a que la malquerida pueda llegar a desaparecer. Pero resulta un trabajo extenuante encontrar en este contexto una defensa neta del sistema democrático. 

Tal situación resulta una paradoja si se tiene en cuenta que existe un amplio consenso en esos medios acerca de qué se trata de un sistema débil o de baja calidad. En realidad, se critica con insistencia y acritud, como si la democracia fuera fuerte, poderosa y estuviera garantizada para siempre. 

Entonces, cabe la pregunta: ¿Quién defiende hoy la democracia en Paraguay? O dicho de otra forma, ¿es posible una democracia sin demócratas, sin demócratas convencidos y dispuestos a defenderla abiertamente?

Preguntas que cobran especial sentido si se procesan directamente en los círculos progresistas. Y creo que la dificultad de la respuesta estriba en un grave problema de cultura política, herencia de uno de los mayores errores ideológicos y políticos de la izquierda latinoamericana: la percepción instrumental de la democracia representativa. Por décadas, la izquierda ha considerado la democracia como un instrumento o simplemente una nota bene respecto del desarrollo económico. El sistema democrático pluralista y con libertades carecía de valor si no era capaz de reducir apreciablemente la pobreza o la desigualdad. Es decir, la democracia fue considerada por mucho tiempo como una superestructura carente de alto valor en sí misma. 

Hoy se sabe que la democracia tiene valor instrumental y sustantivo. Cierto, la democracia debe facilitar la resolución de los problemas sociales, pero también es el régimen de libertades que permite la convivencia pacífica de la sociedad. Incluso ya ha quedado claro que la izquierda en el siglo XXI es democrática o no lo es. Como dice Adam Przeworski, el desarrollo humano es algo muy oral: poder comer y poder hablar. Y se hizo evidente en el siglo XXI que no son asuntos separados, sino las dos caras de la misma moneda, el desarrollo humano.

Resulta una evidencia que la democracia en general y la paraguaya en particular presenta muchas deficiencias. Pero la cuestión consiste en saber si la desechamos por ser defectuosa o bien, sin ocultar sus deficiencias, ponemos nuestro mayor empeño en superar sus falencias. Podría parafrasear aquí la idea kennedyana: debemos preguntarnos menos qué podemos obtener de la democracia y pensar más en qué podemos ofrecerle.

Es cierto que el fortalecimiento de la democracia ha sido una preocupación central en América Latina durante las pasadas décadas. La cooperación internacional ha otorgado millones de dólares en mejorar el desempeño de las instituciones. Pero cada vez es más evidente que los resultados no son los esperados. Con la llegada de este siglo, la reflexión ha cambiado de ejes y se ha llegado a una nueva conclusión: la calidad de la democracia no solo depende de la calidad de las instituciones sino también de la calidad de la ciudadanía. Como sostiene el último informe del PNUD sobre la democracia en América Latina, la clave consiste en la creación de ciudadanía.

La aplicación de esa idea en el Paraguay parece plantear la acción en ambos planos. Es necesario incrementar poderosamente la consistencia de las instituciones democráticas y hay que promover intensamente la ciudadanía democrática. En este último plano se avizoran dos procesos. Uno a corto plazo, que consiste en lograr un cambio de cultura política en los espacios de creación de opinión, incluyendo los partidarios, favorable a insistir en la valoración de la democracia pese a sus deficiencias; lo que implica buscar con empeño la superación de esos defectos sin dejar de señalarlos (o dicho de otro modo, evitando arrojar el bebé con el agua sucia). El otro proceso, más a largo plazo, refiere a un cambio en profundidad de la cultura política en las entrañas de la sociedad paraguaya, para incrementar la ciudadanía democrática sustantiva; aquella que se autopercibe como sujeto de derechos y entiende lo público al margen de colores políticos partidarios. Claro, en un país con la tradición y el arraigo partidario del Paraguay (en especial del Partido Colorado), que tiende a producir ciudadanía cautiva, resulta mucho más fácil decirlo que ponerlo es práctica. Ante todo, porque hay que empezar por convencer a los partidos —cuya función en la deliberación política continua— de la necesidad de crear ciudadanía sustantiva autónoma. Pero para poder avanzar en esa dirección, lo primero es reconocer con claridad cuáles son los objetivos que se pretenden.


Imagen de portada: Nicolás Granada @veolacalle


* Sociólogo español, ha sido investigador de FLACSO en varios países: Chile, Guatemala y Costa Rica, donde reside. Escribe sobre sociología política para revistas especializadas en Costa Rica y España

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