Por Ignacio González Bozzolasco y José Duarte.
El periódico The Guardian publicó hace tres años que un legislador norteamericano protestó duramente contra la posibilidad de que comunistas ocupen cargos públicos. Como señala la nota periodística, la escena puede parecer propia del año 1950, pero sucedió en 2017, y no en un estado detenido en el tiempo, sino en California, el más progresista de los Estados Unidos, sede de Silicon Valley, de la legalización del cannabis y del más amplio multiculturalismo.
Debemos tener en cuenta la vigencia del anticomunismo para entender mejor los ataques que recibió recientemente el Director General de Vigilancia de la Salud, el Dr. Guillermo Sequera, a raíz de una entrevista que concedió al medio digital Adelante!, vinculado al Partido Comunista Paraguayo. Allí hizo una defensa de la salud como un derecho universal y cuestionó el individualismo reinante en nuestra época. En este sentido, criticó la posibilidad de volver a la “normalidad” tal como la conocíamos antes de la cuarentena, proponiendo un “nuevo contrato social y dejar de naturalizar un montón de injusticias”.
Estas declaraciones motivaron una serie de ataques que lo etiquetaron rápidamente como partidario de esa corriente política, cuestionando la posibilidad de que un “comunista” dirija la vigilancia sanitaria en Paraguay. Aunque no ganaron el apoyo de partidos políticos, medios masivos de comunicación, organizaciones de la sociedad civil o figuras de renombre y prestigio, estos ataques circularon en un canal no tradicional y cada vez más expandido como las redes sociales.
En dichas redes también se dio una catarata de respaldos al funcionario. No faltaron voces que interpretaron esta reacción anticomunista como algo típico de nuestro “atraso cultural”. Propio de una sociedad premoderna, atrapada en la tradición y el pasado, donde mentalidades rígidas no admitían la libre expresión y la disidencia. De acuerdo a los mismos intérpretes, esto sería además un legado cultural exclusivo del autoritarismo stronista. Es este un lugar común en el que, frecuentemente, convergen las ideas a este respecto. Pero las mismas son erróneas.
En primer lugar, como ilustra el inicio del presente artículo, el anticomunismo es una cuestión de actualidad, no un simple vestigio del pasado. Forma parte de la escena política contemporánea. La retórica anticomunista está presente en el activismo que desarrollan diferentes grupos conservadores tanto en internet, libros y panfletos, como en los discursos electorales de candidatos en varios países durante los últimos años.
Para reponer la complejidad del asunto, recordemos que el anticomunismo es un tópico amplio. Congrega a intelectuales como François Furet (1995), Ernst Nolte (1994) o Stéphane Courtois (1997), quienes adjudicaron a las ideas del marxismo el origen de grandes crímenes contra la humanidad, habilitando la posibilidad de proscribir determinadas ideas políticas por su supuesta peligrosidad.
De manera más contemporánea, el anticomunismo tiene su expresión más acabada en la alt-right norteamericana, donde conviven diferentes tendencias. Desde libertarios que proponen la desaparición de todo lo colectivo, hasta etno-nacionalistas que fundamentan sus posiciones racistas en supuestos datos de la biología evolutiva y la psicología cognitiva.
En América Latina, el anticomunismo también está sumamente presente. Pensemos en Jair Bolsonaro y sus seguidores, en el público masivo –mayormente joven– que tienen figuras como Javier Milei y Agustín Laje, entre otros. El economista Milei, por ejemplo, representa a aquellos que consideran que el gasto público debe ser mínimo, calificando cualquier demanda al Estado como “comunista”. De forma tal que el estiramiento de dicha categoría termina abarcando a todo aquél que no comulgue con sus ideas. Por otra parte, Laje encarna una cruzada contra lo que denomina “marxismo cultural”. Entendiendo que la reivindicación de la ampliación de derechos individuales (matrimonio igualitario, aborto, igualdad de género) es la expresión actual de la izquierda. Así, los ataques al Dr. Sequera, más que un signo del “atraso” de ciertos compatriotas, dan cuenta de que Paraguay no escapa a estas tendencias presentes en todo el mundo.
En segundo lugar, en el Paraguay, el autoritarismo en general y el anticomunismo en particular, no son una creación del stronismo. Vienen de mucho antes. En nuestra historia política, el autoritarismo ha sido la norma histórica. Hasta la transición a la democracia en 1989, no se registraron procesos electorales más o menos competitivos en el país, y hasta el 2008 no hubo alternancia pacífica. La historia del siglo XX registra además el uso reiterativo de las modalidades de excepción para ejercer el poder. Solamente durante los gobiernos liberales, entre 1904 y 1940 (sin contar el periodo de la Revolución Febrerista) los diferentes presidentes declararon el Estado de Sitio en 38 oportunidades. Esta cifra se eleva estrepitosamente si se agregan a los gobiernos militares de 1936-1937 y 1940-1948, así como los gobiernos colorados pre-stronistas en el periodo 1948-1954.
De forma similar, el anticomunismo ha tenido vigencia en la política local al menos desde la década de 1930. Si los comunistas llegaron a presentarse a los comicios parlamentarios de 1923, pero tal como cuenta la historiadora Milda Rivarola (2017), para el año 1931 el panorama era otro. En un clima de alta agitación, en el preludio de la Guerra del Chaco, el comunismo era ya declarado el principal responsable de las revueltas y movilizaciones que derivaron en la masacre del 23 de octubre de 1931, como se observa en el argumento esgrimido por Efraín Cardozo (1956). Sin embargo, como afirmó más tarde el historiador Alfredo Seiferheld (1988): “No se ajusta a la verdad la versión oficial de que la manifestación del día 23 estuvo dirigida por comunistas”. De todas formas, las versiones de las que habla Seiferheld tuvieron grandes repercusiones, derivando en la primera legislación anticomunista del Paraguay, la Ley de Defensa Social de 1932. La misma contemplaba penas de destierro a quienes “públicamente hagan la apología del régimen comunista”. Poco tiempo después, la Revolución Febrerista declaró “punibles las actividades comunistas” con mayores castigos (Decreto Nº 5.484/1936). Las acciones anticomunistas de los posteriores gobiernos siguieron un curso semejante, que incluyó declarar obligatoria la enseñanza del anticomunismo por parte del Presidente Félix Paiva (Decreto Nº 1371/1937), hasta la promulgación de leyes que afectaron a sectores gremiales y políticos durante los gobiernos de José Félix Estigarribia e Higinio Morínigo, así como en los primeros gobiernos colorados.
…el anticomunismo es una cuestión de actualidad, no un simple vestigio del pasado. Forma parte de la escena política contemporánea. La retórica anticomunista está presente en el activismo que desarrollan diferentes grupos conservadores tanto en internet, libros y panfletos, como en los discursos electorales de candidatos en varios países durante los últimos años.
En definitiva, podría afirmarse que el stronismo acabó siendo tributario de una larga tradición local e internacional, en un contexto de acentuada Guerra Fría y expansión de la “Doctrina de Seguridad Nacional”. Así como de una mayor intervención norteamericana en la región, demostrada con el caso de Guatemala y el derrocamiento del presidente Jacobo Árbenz en junio de 1954, a partir de la cual el anticomunismo contó con nuevas intensidades.
Ni en el pasado ni en el presente, el anticomunismo fue una posición política exclusiva de una fuerza política en particular. Sino que, por el contrario, viene impregnando de manera transversal a diferentes sectores políticos sin mayores distinciones. ¿Acaso será ese su más destacado atributo y mayor fortaleza?
Imagen de portada: OC Hawk
3 thoughts on “Anticomunismo y autoritarismo: Paraguay nunca fue una isla rodeada de tierra”