Pandemia y anti-corrupción: el nudo del sistema político y algo sobre antagonismos problemáticos (Parte I)
Por Nelson Denis.
Durante los últimos años la inestabilidad del sistema político paraguayo no hizo sino más que acrecentarse. Con momentos de fuerte turbulencia, como la vivida durante marzo de 2017 durante la quema del Congreso Nacional, o de perturbación relativa, como la experimentada tras las protestas a favor del juicio político por la firma secreta del acta bilateral con Brasil el año pasado, el sistema político parece adolecer de un mal que, aunque estuvo presente –de algún modo– desde el nacimiento de nuestra joven democracia, nunca antes se había manifestado con tal intensidad ni tampoco representado problema alguno para la clase política: la incapacidad de sus instituciones para absorber las demandas sociales.
Probablemente haya muchas cosas sobre las que podríamos explayarnos al respecto, pero hay una que resalta como elemento explicativo, dada su influencia en la configuración de actores sociales que dan forma a la dinámica en que se viene asentando nuestro sistema político: la anti-corrupción. Y es preciso remarcar el carácter de “anti” pues, como se ha dicho en otras ocasiones, la corrupción no es nueva en Paraguay pero solo desde hace algunos años la sociedad la definió como un verdadero problema a erradicar, convirtiéndose así en un componente discursivo primordial a la hora de comprender, al menos, parte de dicha incapacidad institucional y, por lo tanto, la dinámica del sistema político en sí.
El fenómeno es particularmente interesante si nos ponemos a analizar la manera en que operó el discurso contra la corrupción durante la pandemia. Desde las sospechas de sobrefacturación por parte de funcionarios del gobierno en la adquisición de insumos sanitarios, hasta el polémico proyecto de ley que eliminaba la posibilidad de penalizar declaraciones juradas de empleados públicos consideradas falsas, la narrativa anticorrupción no solo logró solapar el éxito del gobierno en la contención del virus, sino que además reafirmó la relevancia del antagonismo “clase política versus ciudadanía”(como gustan decir los medios comunicacionales) en el debate público actual.
Por supuesto, que sea relevante no implica decir que sea la variable más importante a la hora de examinar el escenario político paraguayo; ese lugar sigue reservado para los partidos tradicionales y sus internas, con especial atención al Partido Colorado, que históricamente ha cumplido el papel de oficialismo y oposición, a la vez, dentro de un mismo periodo presidencial. Tampoco quiere decir que, como tal, dicho antagonismo esté libre de las objeciones teóricas o analíticas que podamos hacerle. La política (y lo político) es siempre un campo de disputa abierto desde el momento en que su esencia misma radica en el conflicto social y sus múltiples formas.
¿Qué nos intenta decir este clivaje que separa a ciudadanos indignados, por un lado, y a políticos “derrochadores” de dudosa moralidad por el otro? ¿Por qué, y de qué modo, es relevante? Primero, lo primero: dicho antagonismo es, por sobre todo, parte de una narrativa política. En este caso, su mito fundante es el discurso contra la corrupción. Parece una obviedad aclararlo, pero a veces pareciera también que muchos y muchas se olvidan de este hecho elemental, que es importante para el análisis porque da cuenta de posibles intereses que animan el uso de ciertas categorías en detrimento de otras. Esto no es bueno ni malo, así es la política. En otras palabras, decir “la ciudadanía está cansada” no es una mera descripción de la realidad, sea acertada o no, basada en una mirada “objetiva” de los hechos. Pero más allá de la cuestión política de fondo, conviene también preguntarse por el uso mismo de dichas categorías y su nexo con la realidad efectiva.
En ese sentido, es difícil saber si es el microclima de las redes sociales el que funge de comprobación más fáctica de esta suerte de bipartición sociopolítica o si, efectivamente, podemos encontrar elementos tajantes, más allá del espacio virtual, que nos permitan discernir entre identidades bien definidas y homogéneas en disputa. La siempre interesada mano de los grandes grupos empresariales de comunicación en la construcción del relato social tampoco ayuda a este respecto. Varios son los problemas que se presentan por el lado de lo conceptual.
Uno es el de la delimitación geográfica, esto es, el alcance social con que opera la narrativa anticorrupción para fijar reclamos que sean fundamentalmente de carácter nacional. En un país donde la población rural representa casi el 40% de la total, es difícil creer, por ejemplo, que las demandas de la metrópoli asuncena sean las mismas que las de departamentos como San Pedro o Boquerón. Esto no quiere decir que los pobladores rurales de nuestra nación no puedan ni deban estar en contra de la corrupción ni que ello se traduzca automáticamente en una aversión hacia legisladores y/o ministros de gobierno. Lo que se intenta señalar aquí es la diferencia de intensidad y penetración discursiva del reclamo anticorrupción a nivel territorial, más presente en lugares como Asunción o Ciudad del Este, nichos de mercado por excelencia del movimiento anticorrupción en Paraguay. Lo importante a destacar es el hecho de que tal demanda no parece haber constituido (aún) una corriente de alcance nacional que se mueva como bloque cohesionado y con una serie de reivindicaciones bien específicas, como sí lo era, por ejemplo, el Movimiento 15-M en España.
Probablemente haya muchas cosas sobre las que podríamos explayarnos al respecto, pero hay una que resalta como elemento explicativo, dada su influencia en la configuración de actores sociales que dan forma a la dinámica en que se viene asentando nuestro sistema político: la anti-corrupción.
Otro problema es el concepto de “ciudadanía”. Parte de la efectividad del discurso anticorrupción se debe a esta capacidad para articular grupos sociales diversos en una identidad que los sintetice, al menos simbólicamente. Esa identidad, que proviene más bien del campo de la jurisprudencia, cumple la función de “convocar” a los actores sociales y políticos en torno a un “nosotros” que pugna contra un “ellos”. Además, la identidad ciudadana guarda en sí misma una consigna implícita: el Estado de Derecho no existe en Paraguay, debemos (re)fundarlo.
Hasta aquí, una breve introducción al problema que intentamos analizar. En la parte siguiente de este artículo seguiremos abordando estas tensiones conceptuales que se presentan en torno al antagonismo mencionado y su conexión discursiva con los hechos sociales: aquello que no dice el relato contra la corrupción.
Imagen de portada: Walter Franco – Ultima Hora