Por Jorge Rolón Luna*
A lo largo de las décadas que lleva de vigencia el negocio del narcotráfico en Paraguay, una de las cosas que ha quedado en claro es el activo involucramiento de agentes estatales. Los hemos visto traficando, facilitando, ocultando, financiando, asociándose y también vendiendo la suspensión de la aplicación de la ley.
Sin embargo, en este artículo sostengo que sigue siendo impreciso llamar a Paraguay “narcoestado”. Otros “requisitos” deberían existir para caracterizar a un país como tal. Por ejemplo, que el narcotráfico tenga una importancia tal que eclipse a otras actividades económicas y que existan en el país grandes áreas de cultivos ilegales.
Estimaciones diversas calculan entre 6.000 y 7.000 las hectáreas destinadas al cultivo del cannabis aunque otras las sitúan incluso en 20.000, mientras que sólo el cultivo de soja ocupa 3.300.000 hectáreas, comparación que exime de mayores comentarios. Por otro lado, saber cuánto mueve el negocio del narcotráfico entraña serias dificultades dado su carácter clandestino, pero existen estimaciones que van de los 1.500 millones de dólares anuales para la marihuana y la cocaína juntas; a otras estimaciones que señalan un lucro total (diferente al “movimiento total”), sólo para la cocaína, de casi 7.000 millones de dólares anuales.
Sin menospreciar la magnitud de estos indicadores, con ellos ocurre lo mismo que con la participación de agentes públicos en el narcotráfico: no pueden negarse ni su existencia ni su entidad, pero eso no significa necesariamente que todo el Estado actúe como narcotraficante. Tampoco implica obviar que el Estado paraguayo —sujeto multi task en materia de corrupción, si los hay— tolera, apaña y se asocia con sujetos privados en esquemas de corrupción amplísimos que comprenden todo tipo de ilegalidades: robos, contrabando, falsificación, compras y obras públicas, evasión fiscal, por citar solo algunos ejemplos. Entonces, si el Paraguay no puede ser considerado un narcoestado, ello no obedece a la falta de complicidades o incluso participación pública en el negocio de las drogas.
Las razones para desacreditar la etiqueta de narcoestado son varias. En primer lugar, no existe una precisión en el ámbito académico acerca del nivel, cantidad, porcentaje de involucramiento del Estado con el narcotráfico para convertirlo en narcoestado. Tampoco los que propugnan la existencia de narcoestados aclaran desde qué porcentaje de tierra sembrada, o de exportaciones o del PIB, el país de que se trate se convierte en uno.
Si se desea comprender mejor la relación entre Estado y grupos narcotraficantes, más útiles podrán ser otras construcciones conceptuales. A modo de ejemplo, las categorías de relación predatoria, parasitaria y simbiótica de los grupos criminales con el Estado puede ser muy útil para analizar y comprender el caso paraguayo. En la relación predatoria, las bandas criminales solo forman pandillas, sin amenazar al Estado ni a los cuerpos de seguridad. En la parasitaria, la corrupción del Estado permite complicidades en las fuerzas de seguridad, la judicatura y la burocracia en general. En la simbiótica, existe una fusión entre los grupos criminales y los agentes corruptos del Estado, permitiendo a los primeros poner a éste prácticamente a su servicio.
Otra categoría de eventual utilidad es la que se focaliza en las redes de macrocriminalidad, captura y cooptación del Estado. Aquí destacan diversos tipos de interacción entre poderes fácticos y el Estado. Se caracteriza por la existencia de estructuras reticulares en las que participa el sector público y que lo involucran de manera sistémica, convocando además a estructuras empresariales, criminales y políticas, que puede terminar con estas redes capturando partes del aquél.
En un muy reciente trabajo de la universidad de Cambridge -precisamente sobre el caso paraguayo y otros similares- se analiza la categoría de “política criminal” (criminal politics). Esta perspectiva se fija en las conexiones entre grupos criminales, políticos y agentes estatales, quienes activan conjuntamente persiguiendo sus propias agendas y metas.
Otro modelo interesante para comprender lo que ocurre en Paraguay es el de orden clandestino —clusters of order, que analiza el caso argentino—, desde el cual se construye un poder político que prospera gracias a una “constante compra y venta de protección que funciona como un escudo que aísla el poder estatal, lo captura y lo comercializa para que prosperen negocios ilícitos” (el brazo mafioso del Estado).
Un concepto asiduamente utilizado es el de gobernanza criminal, un poder criminal que surge a la sombra del Estado, no para desafiarlo sino para generar interacción entre grupos criminales, sociedad y el poder público.
Finalmente y sin agotar todas las posibilidades de caracterización de la realidad paraguaya, reviste interés el concepto de crimilegalidad. Esta aproximación refiere la difusa línea que separa a los negocios legales de los ilegales y enfatiza que el crimen, en su forma organizada, “ha pasado de operar en los márgenes del orden político para convertirse en una parte integral del mismo”
Todas estas miradas tienen varias cosas en común, mutatis mutandis: una es el papel activo del Estado y de sus agentes, que descartan las miradas de “Estado débil” o “ausente” y ponen en entredicho la separación entre Estado y grupos criminales. Otra, coinciden en la necesidad de dejar de considerar a los grupos criminales como una “criatura” o “entidad” que opera en la búsqueda de la maximización del lucro y que es esencialmente exógena al orden político. Esa mirada ingenua que cree en “la guerra contra las drogas” y que clama por mayores presupuestos para “combatir al narcotráfico”.
Las razones para desacreditar la etiqueta de narcoestado son varias. En primer lugar, no existe una precisión en el ámbito académico acerca del nivel, cantidad, porcentaje de involucramiento del Estado con el narcotráfico para convertirlo en narcoestado. Tampoco los que propugnan la existencia de narcoestados aclaran desde qué porcentaje de tierra sembrada, o de exportaciones o del PIB, el país de que se trate se convierte en uno.
Por otro lado, el concepto de narcoestado es vago; es político antes que técnico. La intensa actividad o presencia de grupos criminales en ciertos territorios o el innegable involucramiento de políticos, fuerzas de seguridad o fracciones de su burocracia llaman a engaño, ya que no significan una derrota del Estado frente a un enemigo sino otros fenómenos que deben ser analizados y explicados.
Por lo tanto, desde una mirada amplia es posible afirmar que, en primer lugar, el concepto de narcoestado plantea serios problemas y, en segundo término, por múltiples razones, no resulta idóneo para caracterizar la realidad paraguaya, existiendo otros modelos teóricos que pueden hacerlo de manera más precisa.
*Investigador. Ex director del Observatorio de Convivencia y Seguridad Ciudadana del Ministerio del Interior.
Imagen de portada: Roberto Goiriz