Por Nelson Denis.
Como es sabido, el año pasado Paraguay entró en recesión y, por supuesto, no faltaron las tensiones. Uno de los debates que más revuelo cobró, tanto en las redes como en la prensa, fue el del funcionariado público. El tema puntual, que hasta hoy día se discute, giró en torno a los recortes a ciertos beneficios extra salariales de algunos de los funcionarios, luego de la promulgación del decreto que reglamenta el Presupuesto General de Gastos de la Nación (PGN) para 2020. Las restricciones que se tocan son varias como para abordarlas una por una aquí, pero ello no nos inhibe de resaltar un dato en el que pocos han reparado: la proliferación exagerada de argumentos económicos, cuando el interrogante central es en realidad de naturaleza política (e incluso filosófica, podríamos agregar): ¿Constituyen derechos laborales estos beneficios o no?
Responder esta pregunta es fundamental, ya que, si en efecto constituyen derechos, todo argumento en contra pierde necesariamente consistencia lógica. Se supone que un derecho se identifica como tal debido a su carácter universal, es decir, inherente a cualquier ser humano. Por lo tanto, la garantía de su cumplimiento debe ser siempre una prioridad, especialmente para las instituciones del Estado, pero también para cualquier persona que vela por ellos. Un claro ejemplo de la necesidad de plantearse este interrogante se vislumbra en el debate sobre el financiamiento de la universidad pública: autoridades públicas sostienen la idea de que los estudiantes deben compensar a través de aranceles lo que el presupuesto destinado a educación superior no contempla, desde luego, por “falta de recursos fiscales”. Así, la idea de derecho a la educación “para todos”, en este caso, se borra completamente gracias a un artificio económico. Este tipo de razonamientos son los que más han primado en cuanto al debate sobre los beneficios percibidos por algunos funcionarios, evitando ahondar en la cuestión central que guía toda la discusión.
Algunos han instalado cierta noción de “injusticia”, lo que fundamentaría que dichos beneficios no son derechos. Tal es el caso del periodista Luis Bareiro, quien argumenta que lo injusto se encuentra en la carga impositiva para el contribuyente —considerando los bajos ingresos y la precaria protección social que priman en el mercado laboral privado—, a diferencia del funcionario público, quien cuenta con mejores condiciones en ambos aspectos. La cuestión con esto es que se reduce la complejidad de un problema estructural al falso antagonismo que separa a trabajadores privados de públicos (que, vale recalcar, en su mayoría no perciben los jugosos salarios que se suelen observar en las noticias) lo que supondría una lógica de “igualitarismo” brutal: si yo no puedo tener lo que vos tenés —entiéndase: mejor remuneración, formalización laboral, beneficios extra salariales—, entonces vos tampoco.
Es cierto que el promedio salarial de un empleado público es casi el doble que el de uno privado, pero también es cierto que Paraguay posee uno de los índices de Gini (herramienta que mide la diferencia de ingresos económicos en la población de un país) más altos de Latinoamérica y, como bien remarca el propio periodista, dicha inequidad se observa incluso dentro del mercado laboral público. De hecho, el promedio salarial de un funcionario en Paraguay es de tan solo Gs 4.292.500 (656 USD), a diferencia de lo que ha trascendido con respecto de ciertas autoridades públicas que también reciben tales beneficios. Además, este número está lejos de ser el más alto de la región (por ejemplo, Costa Rica encabeza la lista con un salario público promedio de 1.806 USD (11.818.167 gs.).
Incluso se pueden esgrimir razones económicas que fundamenten tales beneficios: una redistribución más equitativa de los ingresos permitiría mayor crecimiento económico. Quienes perciben mayores ingresos en una economía, generalmente ahorran y tienden a consumir menos, por ende, a volcar menor cantidad de dinero al circuito económico que las personas de ingresos medios y bajos, entre las que entran tanto el obrero público promedio como el privado. Entonces, todo lo que ayude a acortar esas distancias sociales que separan a los más ricos de los más pobres resulta más que beneficioso.
La cuestión con esto es que se reduce la complejidad de un problema estructural al falso antagonismo que separa a trabajadores privados de públicos (que, vale recalcar, en su mayoría no perciben los jugosos salarios que se suelen observar en las noticias).
Quizá tenga más sentido discutir cuestiones numéricas en países que tienen muchos ingresos estatales, como los nórdicos. Paraguay posee uno de los gastos públicos como porcentaje de su Producto Interno Bruto (PIB) más bajos del mundo, cercano a los menos desarrollados del continente americano, como Haití. Esto nos permite poner en perspectiva un dato que con frecuencia suelen utilizar los medios de comunicación en su campaña de desprestigio hacia el sector público: que el gasto salarial del Paraguay es alto. En un simple juego de proporcionalidades matemáticas, se menciona entonces que 7 de cada 10 guaraníes que se tributan van al pago de salarios públicos, pero, si se toma el total de ingresos del presupuesto (no solo tributarios), ese porcentaje disminuye, y lo hace aún más si comparamos la bajísima carga fiscal del Paraguay con la de otros países regionales. Visto así, no es que Paraguay tiene “muchos” funcionarios, ni que paga salarios demasiado altos; sino que lo que hay para gastar es tan poco que, sumado a las demás desigualdades estructurales de nuestra economía y a un modelo prebendario-clientelar todavía no superado, genera la sensación de que tenemos un Estado agigantado, pero que, sin embargo, no está cuando la gente de a pie lo necesita.
Lo cierto es que no existe nunca una noción acabada sobre derechos laborales. Aunque hoy exista un régimen jurídico internacional que los sustente de manera generalizada, por ejemplo en cuestiones que nadie pone en duda como el aguinaldo, vacaciones o libertades básicas que limitan el poder de los Estados, las fronteras están siempre en disputa. Según el filósofo Jacques Derrida, esto es lo que desnuda su imposible y contradictoria universalidad. Nada nunca termina de escribirse con respecto al sentido de justicia que subyace a todo “derecho humano”, porque lo humano y lo justo mismos están siempre reescribiéndose. Es así que debemos asumir primero la tarea de disputar tales nociones. En un país cuya cultura política está inscripta sobre la histórica falta de memoria y reconocimiento de derechos, anteponer razones financieras simplemente queda mal.
Imagen de portada: La Unión AM.