Narcotráfico

Deconstruyendo la relación entre el poder y el narcotráfico en el Paraguay


Por Jorge Rolón Luna*

Existen países cuyas economías, realidades sociales y vida institucional están severamente afectadas por todo lo que trae consigo el tráfico de drogas. El Paraguay, lastrado por ese negocio abyecto, es uno de aquellos frecuentemente catalogados como narcoestado. Ya he mencionado algunos de los rasgos característicos que permiten considerar a un Estado dentro de la categoría, los llamados  parámetros “decisorios”: a) el activo involucramiento del Estado en el tráfico de drogas, b) la importancia económica del narcotráfico y, c) grandes áreas dedicadas a cultivos ilegales.

En este artículo me quiero ocupar de lo que suele verse como el quid del asunto, o sea, la responsabilidad e implicación de agentes estatales en el ilícito. En primer lugar, es innegable que el tráfico de drogas en el Paraguay se fundó y prosperó mediante un esquema de protección estatal y partidaria (la A.N.R.). Esto sucedió desde sus lejanos tiempos inaugurales con los cultivos de marihuana, hasta su consolidación como país de tránsito y reexportación de cocaína, pasando por el tráfico de heroína en los años 70 del siglo pasado. Militares de alto rango y políticos fronterizos fueron parte de ese esquema y, en la actualidad, la tipología de funcionarios se ha diversificado y ampliado.

Es emblemático el caso del ex presidente Gral. Andrés Rodríguez (1989-1993), señalado de involucrarse directamente en el tráfico de heroína hacia la década de 1970 y luego en el de cocaína, según numerosas fuentes, incluso documentos norteamericanos desclasificados. Otro ejemplo poderoso, esta vez desde la política partidaria, es el del Clan Morel, quienes fueran activos dirigentes colorados de la seccional de Capitán Bado. Son habitualmente considerados los fundadores del tráfico de marihuana hacia el Brasil (padre e hijos brutalmente asesinados en 2001). Este modelo se fue consolidando en décadas posteriores, al no aplicarse frenos ni correctivos, por lo que las figuras políticas continuaron apareciendo sin pausa ni discreción, lo que llevó a muchos a creer que Paraguay se había vuelto un narcoestado.

Los resultados de las últimas elecciones han llevado a la presidencia al cartismo, sector señalado abrumadoramente por su ligazón a todo tipo de negocios ilícitos, lo cual no presagia nada bueno. Significarán, al menos, fuertes presiones sobre el Ministerio Público para obstaculizar o ralentizar los modestos avances contra la impunidad de políticos. Los meses y años venideros serán cruciales para determinar el modelo que vaya a resultar de estas idas y venidas entre la política y el narcotráfico.

Un par de ex presidentes, militares de alta graduación, diputados, senadores, gobernadores, intendentes, concejales municipales (especialmente de zonas de frontera), han participado históricamente del negocio. Protegidos por un sistema judicial débil, dependiente y corrupto, por la policía (donde tampoco han faltado los entusiastas que trafican) y la agencia antidrogas (SENAD). Un negocio tan lucrativo, en un país estructuralmente corrupto, con una economía primitiva, escasas oportunidades e incentivos para un desarrollo capitalista avanzado, creó las condiciones perfectas. Obviamente, tan lucrativa industria no pudo haber permanecido por fuera del interés del partido hegemónico, de gran parte de la clase política y de la burocracia civil y represiva (FF.AA., policía y antidrogas).

Se puede decir que el negocio nació desde la propia dirigencia de base colorada en zona de frontera, con el visto bueno y la protección de la cúpula del poder (militar y civil). Algo bastante lógico: en tiempos de la dictadura stronista era impensable ser opositor y traficante de drogas al mismo tiempo. Hoy, que el país se halla integrado al mercado global de las drogas, el dinero que genera es uno de los sostenes del oficialismo colorado financiando sus campañas. Además, genera un spill over multimillonario hacia sectores del empresariado (casas de cambio, sistema financiero, especialmente) y de gran parte de las sociedades de su área de influencia y de todo el país. Hoy día, el negocio se diversifica y expande con dimensiones muy lejanas de sus modestos comienzos en chacras de Amambay.

El problema teórico de suscribir la tesis de un narcoestado es que implica entender a estos agentes estatales como el Estado mismo y sostener que han actuado y actúan en nombre de él para promover el tráfico de drogas. Sin embargo, no debe confundirse el hecho de que existan funcionarios que se animan a participar de este tráfico ilegal, con que el Estado como un todo granítico se dedique al mismo. Si, además, aceptáramos esa simplista definición de ciertos manuales de derecho constitucional que dice: “el Estado somos todos”, en un narcoestado todos seríamos narcotraficantes. El simple ejercicio de pensar al Estado como un conjunto de relaciones sociales, impide concluir, por más extendida que esté la gangrena, que el Estado paraguayo en su conjunto se dedique al narcotráfico. El Estado es también un conjunto de instituciones diversas, con historias, ethos y misiones institucionales distintas, algo que no comprenden quienes lo visualizan como un bloque homogéneo cuya voluntad política es única.

Por eso, no debe confundirse un Estado donde activan narcotraficantes, con uno en el que el poder estatal como un todo, controla, promueve y gerencia el tráfico de drogas. La evidencia con que se cuenta es que fracciones de la clase política y del sector público en el Paraguay han tenido y tienen vínculos con el narcotráfico y algunas individualidades han sido y son narcotraficantes a todo lo ancho y largo del término. Especialmente se observa esto en municipios fronterizos, donde concejales e intendentes se han involucrado directamente en el negocio, en porcentajes difíciles de precisar. La violencia del sicariato se ha cebado también sobre ellos, aunque no precisamente por luchar contra el narcotráfico.

Una cuestión de singular importancia es que, a lo largo del tiempo, el Estado paraguayo ha aplicado selectivamente su represión sobre supuestos y reales narcotraficantes. Un alto número de ellos terminaron procesados, presos o entregados a otros países. Aquí corresponde señalar las notorias excepciones de algunos casos como los de Fahd Yamil Georges y del fallecido Jorge Rafaat, nunca molestados por nuestra policía, antidrogas y sistema de justicia. En el caso del primero, ni siquiera tuvo que responder por el asesinato del periodista Santiago Leguizamón, agachando finalmente la cabeza, pero, ante la justicia brasileña.

Sin embargo, otra ha sido la suerte que han tenido personajes políticos de alto perfil —legisladores, gobernadores, etc., para arriba— involucrados en el narcotráfico, lavado y delitos afines. Lo que ha predominado es la impunidad absoluta. El ejemplo más cabal de esto es el del ya mencionado ex presidente Andrés Rodríguez, aunque no ha sido el único en haber llegado a la más alta magistratura cargando sobre sus espaldas serias acusaciones de vínculos con el narcotráfico. Este modelo de impunidad para políticos de alto nivel, que contrasta con la suerte corrida por la mayoría de los narcotraficantes pesados, demostraría que el poder “narco” no supera al de la política, que finalmente, tiene la sartén por el mango.

Hoy, sin embargo, ese modelo —al menos en su versión full— parece haberse agotado de momento, como lo demuestran los casos de los ex diputados colorados Ulises Quintana y Juan Carlos Osorio, y del Operativo A Ultranza, con el ahora senador (también colorado) Erico Galeano, acosado por la fiscalía. Los resultados de las últimas elecciones han llevado a la presidencia al cartismo, sector señalado abrumadoramente por su ligazón a todo tipo de negocios ilícitos, lo cual no presagia nada bueno. Significarán, al menos, fuertes presiones sobre el Ministerio Público para obstaculizar o ralentizar los modestos avances contra la impunidad de políticos. Los meses y años venideros serán cruciales para determinar el modelo que vaya a resultar de estas idas y venidas entre la política y el narcotráfico.

De todas maneras, el involucramiento de importantes figuras públicas no ha comprometido al Estado en su totalidad. Todo ello sin negar que el dinero del narcotráfico fluye generosamente y es bien recibido en vastos sectores del oficialismo, en ciertas fracciones opositoras, en la burocracia, en las fuerzas de seguridad como pago por impunidad y otros servicios ofrecidos desde el poder. Pero no se puede ignorar que desde sectores del Estado se fomentan también negocios ilegales como el contrabando, la piratería, la falsificación, la corrupción en compras públicas, la evasión impositiva, generadores de ingente corrupción pública, captura y cooptación estatal. Los funcionarios y políticos paraguayos apadrinan demasiados negocios ilegales como para encasillar al Estado como uno “narco”. Es sólo parte de la historia.

*Investigador. Ex director del Observatorio de Convivencia y Seguridad Ciudadana del Ministerio del Interior.

Imagen de portada: Roberto Goiriz

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