Elecciones

Reelección: un debate secuestrado


por José To­más Sán­chez

La discusión política sobre la reelección está secuestrada. Está capturada por quienes inflan el debate desde posiciones moralistas, fatalistas, y sin evidencias que respalden lógicamente sus argumentos. De esta manera, dificultan la posibilidad de entrever cuáles podrían ser algunos efectos interesantes de la reelección. Asumiendo que el actual impase legal debería resolverse vía participación directa o indirecta de la ciudadanía, como lo sugiere Eduar­do Bo­ga­do, este artículo apunta a mostrar la superficialidad de la discusión actual y aborda posibles impactos de la reelección en la relación entre gobierno, partidos y ciudadanía.

La posición moralista contra la reelección es defendida por quienes ven a la política como un espacio donde debe regir el altruismo. Por ejemplo, denuncian la “angurria y codicia” (Benjamín Fernández Bogado) como fuente de los males, para luego pedir “principios, no personas” (Guillermo Domaniczky) como solución. Olvidan que la vida en general no funciona de esa manera. Si en algo empatan la racionalidad liberal y el marxismo clásico, es en la visión de que las personas se mueven según intereses (individuales o de clase). Empresarios quieren mayores ganancias, trabajadores mejores salarios y así sucesivamente. No hay nada de irracional en esto. ¿Por qué en la política se debería esperar algo diferente?

El debate político sobre los potenciales efectos de la reelección puede avanzar mucho más si los moralismos y fatalismos se dejaran de lado. La reelección puede generar efectos interesantes, como cambiar los cálculos e incentivos de quienes gobiernan, su relación con los partidos y con la ciudadanía.

Quie­nes in­gre­san a la are­na po­lí­ti­ca per­si­guen sus in­tere­ses como en cual­quier otro es­pa­cio. Es­tos in­tere­ses apun­tan a acu­mu­lar re­cur­sos de po­der. Ob­via­men­te, es­tos re­cur­sos son va­ria­dos y es­tán re­la­cio­na­dos a las re­glas de los di­fe­ren­tes con­tex­tos po­lí­ti­cos. Por ejem­plo, en Es­ta­dos Uni­dos, los re­cur­sos pue­den acu­mu­lar­se me­dian­te car­gos elec­ti­vos usa­dos para be­ne­fi­ciar a elec­to­res pro­pios (y no aje­nos), ge­ne­rar in­fluen­cia y, por qué no, ne­go­cios. En Sui­za, pues las re­glas son otras, y en Pa­ra­guay tam­bién. Pero en nin­gún caso se tra­ta de po­lí­ti­cos al­truis­tas que obran “para el bien co­mún”. Lo que cam­bia de un lu­gar a otro, o de un tiem­po a otro en el mis­mo lu­gar, son las re­glas y con­tex­tos que li­mi­tan las op­cio­nes de los po­lí­ti­cos.

La posición fatalista contra la reelección es sostenida por quienes la ven como la puerta a una dictadura. Sostienen que esta figura va acabar con el “equilibrio de poderes” (Vargas Peña) o la democracia misma (Editorial ABC Color). Habría que preguntarles: ¿cuál es la evidencia? La realidad no parece apoyar esta tesis. Ni en Paraguay, ni en otros lugares. Stroessner no fue dictador porque una disposición legal le permitió reelegirse, ni los gobiernos liberales pre-1940 dejaron de ser autoritarios porque no había reelección. Ambos periodos, con sus marcadas diferencias, tienen en común que fueron períodos de gobiernos autoritarios, excluyentes, y represores. Si miramos en América Latina, las dictaduras tampoco surgieron debido a las reelecciones. Diferentes estudios apuntaron a  factores como la Guerra Fría, el poder sin contrapesos de las élites terratenientes, las posibilidades de revueltas populares, las debilidades de la clase media, etc. En ningún caso la reelección fue un factor causal. México tuvo un larguísimo periodo autoritario, la “dictadura perfecta” según Mario Vargas Llosa, justamente porque había recambios de presidentes sin que el partido de gobierno perdiera el poder. Es decir, una dictadura sin reelección.

walking-dead

En las úl­ti­mas dé­ca­das la ma­yo­ría de los paí­ses ex­pan­dió las po­si­bi­li­da­des de re­ele­gir au­to­ri­da­des de for­ma su­ce­si­va o al­ter­na­da. En Su­da­mé­ri­ca, sólo Pa­ra­guay no ha pro­ba­do la re­elec­ción. ¿Aca­so eso ase­gu­ró me­jo­res go­bier­nos, más de­mo­cra­cia, ma­yor in­clu­sión y desa­rro­llo eco­nó­mi­co? La res­pues­ta es ob­via: no. El de­ba­te po­lí­ti­co so­bre los po­ten­cia­les efec­tos de la re­elec­ción pue­de avan­zar mu­cho más si los mo­ra­lis­mos y fa­ta­lis­mos se de­ja­ran de lado. La re­elec­ción pue­de ge­ne­rar efec­tos in­tere­san­tes, como cam­biar los cálcu­los e in­cen­ti­vos de quie­nes go­bier­nan, su re­la­ción con los par­ti­dos y con la ciu­da­da­nía.

Cuan­do no hay re­elec­ción, los li­de­raz­gos de­pen­den mu­cho de sus par­ti­dos po­lí­ti­cos. El ca­pi­tal po­lí­ti­co-par­ti­da­rio es el prin­ci­pal re­cur­so que bus­can acu­mu­lar, por­que sir­ve para su­perar in­ter­nas, po­si­cio­nar can­di­da­tos, y cui­dar­se las es­pal­das una vez aban­do­na­do el po­der. El ca­pi­tal po­lí­ti­co-ciu­da­dano, o sea, el que pasa por la po­pu­la­ri­dad sin me­dia­ción par­ti­da­ria, es algo que no sir­ve como re­cur­so, ya que no lo pue­den usar al no ha­ber re­elec­ción. La di­fe­ren­cia en­tre es­tas fuen­tes de po­der pue­de ex­pre­sar­se de di­ver­sas for­mas. Pue­de ver­se cuan­do los go­bier­nos ini­cian su ges­tión bus­can­do ad­he­sión ciu­da­da­na, has­ta que pa­sa­do me­dio man­da­to se de­di­can a in­fluen­ciar las in­ter­nas de sus par­ti­dos. Se ve en el es­tre­cho ho­ri­zon­te po­lí­ti­co, ya que pre­fie­ren po­lí­ti­cas efec­tis­tas que re­di­túan be­ne­fi­cios a cor­to pla­zo que pue­den uti­li­zar, de­jan­do de lado po­lí­ti­cas más sus­tan­ti­vas con im­pac­tos a me­diano pla­zo cu­yos be­ne­fi­cios no van a uti­li­zar. La si­tua­ción em­peo­ra por­que la di­ri­gen­cia me­dia de los par­ti­dos tie­ne sus in­tere­ses en el ca­pi­tal par­ti­da­rio, por lo cual apo­yan al go­bierno ini­cial­men­te, y lue­go cal­cu­lan ac­cio­nes en base a la su­ce­sión, de­bi­li­tan­do a los go­bier­nos de turno.

Uno de los po­si­bles efec­tos de la re­elec­ción es que po­dría cam­biar es­tos cálcu­los y re­la­cio­nes. El ca­pi­tal par­ti­da­rio no de­ja­ría de ser im­por­tan­te, pero go­bier­nos y ciu­da­da­nía ga­na­rían re­cur­sos te­nien­do una re­la­ción di­rec­ta. Esto po­dría in­tro­du­cir una com­pe­ten­cia po­lí­ti­ca más pro­gra­má­ti­ca, en­tre pro­yec­tos di­fe­ren­cia­dos so­bre mo­de­los de Es­ta­do y so­cie­dad, don­de las ba­ses de apo­yo de un go­bierno no sean solo par­ti­dos sino tam­bién sec­to­res so­cia­les di­fe­ren­cia­dos. Sin duda se­ría me­jor que la ac­tual po­lí­ti­ca de es­ló­ga­nes va­cíos, apo­yos sec­to­ria­les ocul­tos y clien­te­lis­mo ex­ten­di­do.

Otro po­si­ble im­pac­to es­ta­ría en el cálcu­lo elec­to­ral de la ciu­da­da­nía. Hoy pre­do­mi­na el voto pros­pec­ti­vo para la pre­si­den­cia. Es de­cir, las elec­cio­nes son en­tre op­cio­nes elec­to­ra­les siem­pre nue­vas, sus­ten­ta­das en poca in­for­ma­ción creí­ble y en nin­gu­na se­gu­ri­dad so­bre las pro­me­sas elec­to­ra­les. Aho­ra, cuan­do una per­so­na que ha es­ta­do en la ges­tión com­pi­te, fa­ci­li­ta la eva­lua­ción de quien eli­ge, por­que hay una ex­pe­rien­cia que une ges­tión y ofer­ta elec­to­ral, lo cual inau­gu­ra la po­si­bi­li­dad de cas­ti­gar una can­di­da­tu­ra. Es de­cir, el voto re­tros­pec­ti­vo tie­ne otra fuer­za.

Pregunten a Arnaldo Samaniego (ex-intendente de Asunción) o a Roberto Cárdenas (ex-intendente de Lambaré) si la reelección asegura el mandato eterno. Incluso con discrecionalidad institucional casi absoluta, fueron derrotados, al contrario de lo que moralistas y fatalistas hubieran podido predecir.

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