Por Rodrigo Ibarrola
Sobre la economía venezolana se pueden señalar muchos defectos. Entre ellos la falta de institucionalidad, inseguridad jurídica, controles de precios, expropiaciones, subsidios onerosos y un sinfín de aspectos. Sin embargo, esta compleja situación no es nueva, por lo que difícilmente estas causas puedan ser acusadas como las únicas del desmoronamiento de la producción de crudo y sus fatales consecuencias en la economía, tal como se expondrá más adelante.
Venezuela es un país que importa prácticamente todo lo que necesita, como alimentos, medicamentos, materia prima, maquinarias, repuestos, etc. Las ventajas comparativas ―e intentos fallidos de diversificación económica durante décadas― resultaron en la existencia de un único producto de exportación importante: el crudo. El país obtiene el 96% de sus divisas de ese producto y a través de ello consigue los dólares necesarios para las importaciones. Esto podemos simplificar en el siguiente silogismo: cuando las exportaciones de crudo caen, la existencia de dólares disminuye, por lo que el tipo de cambio sube. Los tipos de cambio altos encarecen las importaciones y estas se reducen. Conclusión: si las exportaciones bajan, las importaciones también. Resultado: escasez.
A diferencia del crudo convencional ―que producen los países árabes a muy bajo costo―, el venezolano es del tipo pesado y extrapesado, de difícil extracción y con elevado costo de explotación. Para su exportación necesita ser tratado con disolventes importados. El producto obtenido requiere ser procesado en refinerías sofisticadas de elevado costo de operación. Todo ello redunda en que el crudo comercializado por Venezuela genera menores márgenes de ganancia que los demás.
Mientras asomaba el declive del precio internacional, en junio del 2014, la producción de Petróleos de Venezuela SA (PDVSA) se mantuvo relativamente estable, hasta que la cotización cayó a casi un tercio de su valor en enero de 2016. El efecto de un marcado el descenso de la cotización en una industria con altos costos operativos de un producto cuya demanda y oferta son inelásticas no puede tener otra consecuencia, en principio, que la mengua en la producción y, por ende, de la exportación. Como ejemplo cabe señalar los casos análogos de otros productores de crudo pesado como México o Colombia (Gráfico 1). Cabe sumar a esto otros inconvenientes ya existentes: desinversión, escasez de insumos, problemas con los picos de perforación, mantenimiento de los pozos y robos, situaciones que tampoco son exclusivas del estado bolivariano.
Sin embargo, a mediados del 2017 ―con los precios internacionales del petróleo en recuperación―, México y Colombia frenaron el ritmo de la caída. Pero la producción venezolana incrementó su pendiente cuesta abajo, por lo que es aquí donde corresponde buscar otros factores que no tengan que ver con los costos operativos ni los precios internacionales.
Hay que remarcar que una disminución de las exportaciones no necesariamente provoca un inmediato degradamiento de las importaciones, siempre y cuando los países afectados dispongan de reservas suficientes, fondos soberanos de inversión o acceso a préstamos de organismos internacionales (p. ej. Fondo Monetario Internacional) para suavizar el shock. Aquí es donde se sitúa el punto de inflexión negativo para Venezuela.
En abril de 2017, la opositora Asamblea Nacional en Venezuela contactó a Wall Street y la Unión Europea para bloquear el acceso del gobierno de Maduro a los mercados financieros. De ahí que, cuando el banco de inversiones Goldman Sachs decidió adquirir bonos de la petrolera PDVSA, los opositores al gobierno estallaron en furia. Luego, en agosto de 2017, EE. UU. pondría en marcha una serie de medidas ―de dudosa legitimidad―, imposibilitando a PDVSA emitir, reestructurar, vender bienes u obtener dividendos de su subsidiaria en EE. UU. (llamada CITGO). Así, la importación de insumos para la producción de crudo (hecha normalmente a través de cartas de créditos) se vio obstruida. A partir de ese momento solo lo podría adquirir al contado, justo cuando los dólares escasean, con sus predecibles consecuencias en la producción.
En febrero de 2018, Maduro implementó el «petro», una criptomoneda creada para eludir el cerco financiero. Sin embargo, un mes después sobrevino una nueva medida norteamericana que prohibió las transacciones con la moneda digital. Siguieron sanciones que bloquearon las operaciones en oro (una potencial garantía colateral o sustituto idóneo de los dólares). Finalmente, en enero de 2019, todos los bienes, intereses y propiedades de PDVSA en EE. UU. quedaron bloqueados. Los castigos alcanzaron además a cualquiera que les preste ayuda directa o indirectamente a Venezuela, como Rusia e India. Además, en marzo pasado, EE. UU. instruyó a refinerías y exportadoras de petróleo de alrededor del mundo a cortar todo vínculo comercial con Venezuela, so pena de enfrentar sanciones. A continuación, en abril, el FMI negó a Venezuela el acceso a unos 400 millones de dólares de sus Derechos Especiales de Giro
Para tener una idea de la dimensión de las sanciones, se puede ver que solamente en lo que respecta a CITGO, de agosto del 2017 a agosto del 2018, se privó a Venezuela de 6.000 millones de dólares (16 veces las regalías que recibe el Paraguay cada año del Brasil por energía cedida de Itaipú).
En el Gráfico 2 podemos observar claramente que la pendiente de la línea se vuelve más pronunciada a partir de agosto de 2017 (mes en el que inician las sanciones), lo que indica que la disminución en la producción se acelera a partir de ese punto. Al contrario de lo que ocurrió con Colombia, que estabilizó su producción aprovechando la consolidación de una tendencia positiva en la cotización del crudo. Mayor inclinación aún ―y, por ende, mayor ritmo en la contracción de la producción― se denota a partir de enero de 2019, producto de las nuevas medidas.
Las consecuencias de estas medidas externas son particularmente críticas. Con el mercado financiero anegado, a Venezuela le resulta casi imposible sostener su producción y abonar sus deudas, por lo que debe que recurrir a sus barriles de crudo para honrarlas. Como muestra, de los aproximadamente 1,3 millones de barriles por día que produjo a finales de 2018, solo el 40% generó utilidades. Del resto, 25% se destinó al consumo interno subsidiado a pérdida, 30% a pagar deudas con China, Rusia y otros acreedores, y 3% fue vendido a Cuba con precio subvencionado. Según el último informe mensual de la OPEP, la producción actual se encuentra en unos 732 mil barriles diarios y es de esperarse que con la entrada en vigor en EE. UU. de la prohibición para importar crudo venezolano, el pasado 29 de abril, la situación empeore.
PDVSA es igualmente el mayor contribuyente del fisco, por lo que la financiación del estado venezolano también colapsó. Sumada a la ya de por sí pobre gestión tributaria, el déficit fiscal se profundizó de manera descomunal, alcanzando unos 18,5 % del PIB. A modo de comparación, el déficit paraguayo es levemente menor al 1,5 %. El déficit, en Venezuela, es cubierto con impresión de billetes, lo cual empeora la espiral inflacionaria. En este escenario, la pérdida de confianza en la moneda local aflora y la hiperinflación se convierte en una profecía autocumplida.
Como resultado de estas políticas la tasa de mortalidad se incrementó en un 31% de 2017 a 2018 y la escasez de medicinas esenciales alcanzó el 85%. Se estima que ello costó alrededor de 40.000 vidas y pone en riesgo otras 300.000, debiéndose agregar que unos 22.000 médicos (tercera parte del total) han emigrado. Esto es lo que ha recogido el reciente estudio de Jeffrey Sachs y Mark Weisbrot, y cabe esperar que la crisis se deteriore más cuando los efectos de las sanciones de este año se hagan sentir. En cambio, lo que no cabe esperar es que una situación de hiperinflación y escasez provoque un viraje democrático. Al menos, la historia no aporta suficiente evidencia que sostenga que esa idea.
Fuente Imagen de portada: Bloomberg