Por Juan Bautista Lucca*.
Por primera vez en la historia argentina reciente, una fuerza política de derechas, ajena a los partidos tradicionales (peronismo y radicalismo), logró gobernar durante todo un mandato presidencial (2015-2019). Sin embargo, las intenciones reeleccionarias del entonces presidente, Mauricio Macri, quedaron truncas cuando tuvo que enfrentarse a un inesperado candidato del peronismo.
Alberto Fernández, un “crítico moderado” del Kirchnerismo, fue ungido candidato cinco meses antes de la elección por voluntad profesa de la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, quien lo secundaría como candidata a vicepresidente. Esta finta electoral generó una sinergia y entente de gran parte de los gobernadores peronistas, de Sergio Massa (Frente Renovador) y de sectores transversales de clase media (especialmente en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires) hacia la fórmula Fernández-Fernández.
Así, durante la campaña, mientras Alberto Fernández presentaba una faceta unificadora del peronismo y dialogante con la ciudadanía, Cristina Fernández llevó adelante una proceso de aclamación popular típicamente kirchnerista a lo largo del país, con la excusa de presentar su best seller editorial: “Sinceramente”. Entretanto, Mauricio Macri, inmerso en el marasmo de un gobierno declinante por la suba del dólar, la inflación y la pobreza, apeló políticamente a esmerilar el peronismo, seleccionando como su ladero de fórmula al gatekeeper de la Cámara de Senadores: Miguel Ángel Pichetto.
En las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO) del 3 de septiembre, el “Frente de Todos” (Fernández y Fernández) obtenía un caudaloso 49,5% de los votos, frente a la intensa minoría del 32,9% que conseguía “Juntos por el Cambio” (Macri y Pichetto). Así, la contienda definitiva quedaba emparejada entre dos fuerzas políticas paridas por la crisis de 2001, dejando fuera de escena a terceras opciones que: o bien no lograban trascender “la grieta”, como es el caso de Roberto Lavagna (8,4%); o solo eran expresiones testimoniales en los extremos de la izquierda y la derecha respectivamente, como es el caso de FIT (2,9%), NOS (2,6%) o UNITE (2,1%).
Tras una intensa campaña mediática de Macri bajo el hashtag “si se puede”, y un peronismo amparado en la percepción de que el resultado ya estaba puesto, el 27 de octubre se realizó la elección general. Tal y como se preveía, la victoria fue para la dupla Fernández-Fernández (48,1%), ya que en Argentina desde la reforma constitucional de 1994 gana en primera vuelta quien obtiene más del 45% de los votos válidos, o incluso más del 40% con una diferencia de 10% con el inmediato perseguidor.
La fórmula Macri-Pichetto quedó en segundo lugar, con el 40,3% de las preferencias, lo cual fue una sorpresa en una elección de “resultado cantado”, ya que obtuvieron dos millones de votos más que en las PASO. El resto de las terceras fuerzas políticas, al igual que el “Frente de Todos”, también decreció en su desempeño electoral en comparación a las PASO (Consenso Federal obtuvo el 6,1%, el FIT 2,1%, NOS 1,7% y UNITE 1,4%).
En un convulsionado y crítico panorama económico argentino, en el marco de una pírrica perplejidad política en países como Chile, Ecuador, Perú, Brasil, Bolivia e incluso Uruguay, el resultado de la contienda electoral configuró claramente un horizonte de certidumbre política por múltiples razones.
En primer lugar, porque da cuenta del retorno -una vez más- a la Argentina peronista. Sin embargo, en esta oportunidad, ya no bajo el rostro del Kirchnerismo, sino más bien del Fernandismo. Esta novel expresión condensa: un liderazgo político bifronte en manos de Alberto Fernández y Cristina Fernández; un coro de fragmentos federales del peronismo en las 15 gobernaciones provinciales que comanda; y una atalaya kirchnerista en la Provincia de Buenos Aires, donde Axel Kicillof fue aclamado gobernador con el 52,2% de los votos. Sin embargo, el Fernandismo es, como manda la historia del combate fratricida dentro del peronismo, una fórmula transitoria hasta que el Albertismo bata políticamente a duelo al Kirchnerismo en las elecciones de medio término en el 2021.
En segundo lugar, tenemos un panorama de certidumbre porque el Macrismo “vino para quedarse”, ya que: tiende a equilibrar la disputa electoral en una lógica bimodal; dispone de una fuerte representación parlamentaria y gubernamental en la CABA como para configurarse en un verdadero actor de veto; es un dique de contención ideológica democráticamente necesario frente a opciones de derecha más radicales; dispone de líderes como María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta para eventualmente producir un recambio en la conducción de este espacio; condicionó a la estructura partidaria de la UCR para que el Macrismo sea su única opción electoral viable desde 2015 a la fecha; estableció un verdadero “liderazgo de comunidades” capaz de generar una “auto-verdad” muy convincente dentro de su electorado; incorporó élites políticas y económicas que difícilmente se alejen de lo político; y reflotó las antinomias “antiperonismo” y “antipopulismo”, que seducen tanto a los sectores liberales y conservadores.
Ahora bien, este equilibrio político tras la elección, una vez que “la barca pasó”, no debe obnubilar las fracturas, asimetrías y paradojas de tipo político que deja por resolver a partir del 10 de diciembre de 2019. Primero, que si bien el Macrismo absorbe el voto de la derecha, el Fernandismo no hace lo mismo por izquierda, siendo una tarea a futuro tratar de absorber el progresismo y las fuerzas provinciales alternativas para obtener gobernabilidad, tal y como lo hizo Néstor Kirchner entre 2003 y 2005 con la propuesta de la “transversalidad”.
Segundo, que si bien el Macrismo y el Kirchnerismo son intensas minorías, ninguna de las dos puede adueñarse fácilmente del volátil tercio restante de la ciudadanía, que expresa sus preferencias políticas motivado por la economía, los medios o decisiones poco racionales.
Tercero, que si bien el Macrismo se afinca políticamente en el centro agroexportador del país (CABA, Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba y Mendoza), y el Fernandismo en el interior y la provincia de Buenos Aires, la primera es una geografía donde históricamente proliferan las fuerza progresistas urbanas, mientras que la segunda es una geografía tradicionalmente conservadora, lo cual ofrece un panorama de gran polarización en todo el país.
La elección presidencial argentina de 2019 parece señalar entonces que el Macrismo ha sucumbido, pero también que un grueso sector de la ciudadanía aún vitorea “larga vida al macrismo”; en tanto el Kirchnerismo, al que daban por derrotado tras su revés en el 2015, aunado a un peronismo unificado, se encumbra -al decir de Alberto Fernández- bajo la consigna: “volveremos y seremos mejores”. En este jardín de los senderos políticos que se bifurcan, la barca electoral ya pasó y el río parece quedar al fin quieto. Solo resta esperar al 10 de diciembre de 2019 para ver si el Fernandismo comienza a destejer la filigrana de una crítica situación social y económica o bien se encamina a un destino triste, solitario y final.
* Doctor en Ciencias Sociales (FLACSO), Master en Estudios Latinoamericanos (USAL) y Licenciado en Ciencia Política (UNR). Investigador Adjunto del CONICET y docente de política comparada en la Universidad Nacional de Rosario (Argentina).
** Fuente de la imagen: https://www.lanacion.com.ar/politica/como-van-las-elecciones-2019-en-la-argentina-escrutadas-el-9382-por-ciento-de-l-nid2300223
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