Por María del Pilar Abente Lahaye.
Como muchas otras deficiencias que fueron puestas en evidencia durante la pandemia, se destaca el frágil sistema administrativo paraguayo. Las denuncias que realizaron las personas candidatas a los programas de asistencia alimentaria Ñangareko y Pytyvõ, así como la falta de solución a muchas de ellas, son una prueba más de esto.
Entre las grandes deudas del Estado paraguayo en materia legislativa, se encuentra una reforma administrativa integral. Posiblemente nuestro país sea el único de esta región que aún no cuenta con una Ley de Procedimientos Administrativos que unifique, dentro de lo posible, las reglas sustanciales y formales que deben seguir los particulares y la administración pública en sus respectivas relaciones. Esta dispersión normativa, así como la falta de una reforma de justicia contencioso-administrativa, dificultaron a los candidatos a estos programas el ejercicio de sus derechos.
En Paraguay, el Poder Judicial tiene a su cargo lo “contencioso-administrativo”, es decir, el control de legalidad del actuar de la administración pública. En este ámbito, aún nos regimos por una escueta ley del año 1935 que sufrió mínimas modificaciones durante estos últimos años. Esta ley sigue vigente en el Paraguay, cuando en otros países se está avanzando, por ejemplo, en reemplazar el carácter meramente revisor del Poder Judicial —lo que caracteriza a nuestra normativa— por un modelo de control pleno. A diferencia del modelo revisor que se limita a analizar si el acto individual contra el cual se demanda es o no legal; el modelo de control pleno da mayores atribuciones al Poder Judicial, además de ampliar la legitimidad de los accionantes, permitir la revisión de actos generales, es más informal, hay inmediatez, audiencias… en fin, es más humano.
El ámbito administrativo tiene enormes implicancias para la vida de la ciudadanía. Afecta a toda persona que tenga que realizar trámites en la administración pública, centralizada o descentralizada. Aquellos pueden incluir, por ejemplo, permisos o concesiones, jubilaciones, subsidios, sumarios administrativos, tributos, servicios públicos o denuncias de consumidores. Es decir, cualquier asunto que sea competencia del Poder Ejecutivo o de la administración descentralizada.
Imaginemos entonces a una persona candidata al Programa Pytyvõ y que a la fecha no ha recibido respuesta alguna por parte de las autoridades ¿Qué podría hacer? ¿Sabrá que tiene el derecho constitucional a una respuesta expresa y en un plazo razonable y que, si no la obtiene, se da por denegada su solicitud? Es verdad que estamos hablando de una situación en un contexto excepcional. Pero lo cierto es que esta es una realidad experimentada con regularidad en condiciones ordinarias.
Cuando los particulares no reciben respuesta de la administración pública o, si la reciben y es negativa a sus peticiones, tienen habilitado el control judicial (contencioso-administrativo). Sin embargo, quien pretende demandar al Estado se encuentra ante, por lo menos, dos obstáculos. Por un lado, una ley obsoleta que no acompaña la evolución del Derecho Administrativo comparado. Por el otro, un solo tribunal —llamado Tribunal de Cuentas— compuesto por dos salas, integradas por tres jueces cada una. Es decir, solo seis personas tienen a su cargo la revisión judicial de toda la actuación administrativa. Obviamente, esto hace imposible en la práctica un verdadero control judicial de la administración.
La debilidad de nuestro sistema jurídico administrativo, además, trae aparejada la tendencia a penalizar cualquier irregularidad. Pero pretender juzgar penalmente toda actividad irregular de la administración es un despropósito. Tal es el caso de los programas Ñangareko y Pytyvõ, donde todas las quejas recibidas fueron derivadas a dependencias de anticorrupción. En suma, estamos frente a una administración pública que frecuentemente no sabe qué hacer ante los reclamos ciudadanos —a causa del problema con estas normativas— y tiende a tratar todo como hecho punible.
El control por parte del Poder Judicial (específicamente, el “control de legalidad y razonabilidad” de la actuación administrativa) es esencial para el funcionamiento del Estado de Derecho, en el que todos los órganos del Estado deberían estar sometidos a la Ley y al Derecho. No hay un verdadero control cruzado, ni existen garantías legales y efectivas para que la administración pública cumpla con la Constitución y las leyes vigentes. Y claro está que sin control judicial tampoco se puede hablar de democracia de calidad.
Existen muchas herramientas legales para remediar esta situación de normas obsoletas y un Tribunal de Cuentas que en la práctica es inviable. Podríamos empezar por analizar normas como el Código Contencioso-Administrativo adoptado recientemente por Costa Rica y la Ley sobre los Derechos de las Personas en sus Relaciones con la Administración y de Procedimiento Administrativo de República Dominicana. Estas son normas que, así como las adoptaron otros países, pueden servir de referencia porque incorporan innovaciones jurídicas como el control judicial pleno de la Administración Pública y el derecho del ciudadano a una buena administración, respectivamente. Además, queda claro que la estructura del Poder Judicial, que tiene a su cargo estas cuestiones (hoy el Tribunal de Cuentas, como ya se mencionó), debe reformarse para que pueda atenderlas eficazmente, con la creación de un fuero especializado con juzgados y tribunales de apelación, e incluso dando participación al Ministerio Público.
En Paraguay, el Poder Judicial tiene a su cargo lo “contencioso-administrativo”, es decir, el control de legalidad del actuar de la administración pública. En este ámbito, aún nos regimos por una escueta ley del año 1935 que sufrió mínimas modificaciones durante estos últimos años. Esta ley sigue vigente en el Paraguay, cuando en otros países se está avanzando, por ejemplo, en reemplazar el carácter meramente revisor del Poder Judicial —lo que caracteriza a nuestra normativa— por un modelo de control pleno.
Los problemas en el diseño de la administración pública son graves porque sus efectos exceden lo jurídico. Estos refuerzan las desigualdades sociales, ya que se requieren recursos para contar con profesionales del Derecho que guíen a las personas en este ámbito y en lo contencioso-administrativo. Debemos avanzar en las reformas para alcanzar una administración pública enmarcada en un Estado Social de Derecho y la tutela judicial efectiva, es decir, el derecho a una justicia pronta, sin dilaciones y obstáculos indebidos, a una resolución fundada y a su ejecución.
Imagen de portada: Eduardo l. De Vito. Fuente: Revisa MEDICINA, Buenos Aires, VOL. 76 N° 1 – 2016 La medicina “al borde del caos”. Vida, entropía y complejidad
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