Varios

Migrantes en pandemia: población sacrificable por el poder


Por De­lia Ra­mí­rez*.

To­dos los años, Ar­gen­ti­na es el des­tino ele­gi­do por mu­chos pa­ra­gua­yos y pa­ra­gua­yas que aban­do­nan su país en bus­ca de opor­tu­ni­da­des. Con­tar con un tra­ba­jo; ac­ce­so gra­tui­to a los ser­vi­cios de sa­lud y edu­ca­ción; o la in­vi­ta­ción de fa­mi­lia­res, ami­gos y ve­ci­nos que se fue­ron an­tes sue­len ser al­gu­nas de las ra­zo­nes por las que se eli­ge ese país. Con la pan­de­mia de CO­VID-19, se es­cri­be un nue­vo ca­pí­tu­lo de la lar­ga his­to­ria de los mi­gran­tes a la Ar­gen­ti­na.

La si­tua­ción ac­tual es com­ple­ja y di­fí­cil de des­cri­bir. Para acer­car­nos a com­pren­der la reali­dad de los mi­gran­tes hoy en la Ar­gen­ti­na, sir­ve el tes­ti­mo­nio de una per­so­na ju­día, re­gis­tra­da en el Mu­seo del Ho­lo­caus­to de la Ciu­dad Au­tó­no­ma de Bue­nos Ai­res (CABA), que re­cuer­da la tris­te his­to­ria del ge­no­ci­dio. Dice más o me­nos así: “en el mun­do solo ha­bía dos ti­pos de paí­ses: aque­llos en los que no po­día­mos es­tar y a los cua­les no po­día­mos en­trar”. Sal­van­do las enor­mes dis­tan­cias, la reali­dad de los mi­gran­tes pa­ra­gua­yos pro­du­ce una sen­sa­ción que va en la mis­ma di­rec­ción. Ellos no pue­den es­tar en Ar­gen­ti­na por­que no tie­nen abri­go, te­cho y co­mi­da, por­que no es un lu­gar se­gu­ro, por­que las vi­llas que mu­chos ha­bi­tan es­tán ase­dia­das por la en­fer­me­dad. Y no pue­den es­tar en Pa­ra­guay por­que no se les ha fa­ci­li­ta­do el in­gre­so e in­clu­so se les hace sen­tir que no son bien­ve­ni­dos, que son pres­cin­di­bles y has­ta des­pre­cia­bles.

Las his­to­rias de los re­fu­gia­dos que en el pa­sa­do y en el pre­sen­te pier­den la vida en al­ta­mar nos sue­len lle­gar a tra­vés de las no­ti­cias. Hom­bres y mu­je­res mue­ren aho­ga­dos, de sed o de ham­bre, a la vis­ta de todo el mun­do. Como aque­llas his­to­rias pa­re­cen le­ja­nas, no due­len tan­to, pero cuan­do se tra­ta de una his­to­ria cer­ca­na, cuan­do es nues­tro com­pa­trio­ta… pa­re­ce que tam­po­co. Un mi­gran­te po­bre re­sul­ta sa­cri­fi­ca­ble y da lo mis­mo que se mue­ra en la casa, en el río, de ham­bre, de frío o que siga ex­plo­tan­do su cuer­po para sos­te­ner la vida de otros. Así pasó con Ri­car­do Duar­te, de Ita­púa, tra­ba­ja­dor ru­ral en Ar­gen­ti­na. Aban­do­na­do y echa­do a su suer­te por sus pa­tro­nes, mu­rió aho­ga­do en el Pa­ra­ná que­rien­do re­gre­sar a su pa­tria. El Es­ta­do pa­ra­gua­yo le di­fi­cul­tó el in­gre­so por vías le­ga­les y así mu­rió a sus 49 años, su­frien­te cual vi­vió. Su hijo y el ca­noe­ro de esta odi­sea lo­gra­ron so­bre­vi­vir, pero no por ello les ha ido me­jor. Que­da­ron pre­sos e impu­tados como los peo­res cri­mi­na­les.

¿Quié­nes son es­tas per­so­nas que hoy lu­chan por vol­ver a casa? ¿Cuá­les son las di­fi­cul­ta­des que pa­san? Un ejem­plo vivo es Ma­ría, de Yby­cuí, quien tra­ba­ja­ba en Asun­ción cui­dan­do a una an­cia­na pos­tra­da. Con su tra­ba­jo, sos­tie­ne la casa don­de vi­ven su ma­dre y sus tres hi­jos. El de­li­to de Ma­ría fue pen­sar que po­día to­mar­se va­ca­cio­nes y vi­si­tar a su tía en Bue­nos Ai­res. Pen­só que lo me­re­cía. Lue­go ella de­bía vol­ver a su tra­ba­jo en Asun­ción y jun­tar el di­ne­ro ne­ce­sa­rio para com­prar­le una bi­ci­cle­ta a su hija, para que la niña no tu­vie­ra que ca­mi­nar tres ki­ló­me­tros cada vez que vaya a la es­cue­la. ¡Qué bár­ba­ro, Ma­ría! Cuan­do es­cri­bió al Con­su­la­do, la tra­ta­ron de men­ti­ro­sa, le ne­ga­ron la ca­te­go­ría de va­ra­da y ahí si­gue ella, tres me­ses des­pués, es­pe­ran­do la re­pa­tria­ción, ex­tra­ñan­do a sus hi­jos. Sor­tea con bro­mas y chis­tes de au­tén­ti­ca kuña gua­pa la si­tua­ción de ab­so­lu­ta in­cer­ti­dum­bre, de no sa­ber cuán­do po­drá vol­ver, qué va a co­mer ma­ña­na y re­zan­do cada no­che para que a sus hi­jos nada les fal­te en su au­sen­cia.  Otro ejem­plo es Lour­des, de Vi­lla­rri­ca, quien co­me­tió la osa­día de que­rer re­gu­la­ri­zar la do­cu­men­ta­ción de su hija me­nor para que pu­die­ra ac­ce­der a de­re­chos como pa­ra­gua­ya. Lour­des via­jó a Bue­nos Ai­res a prin­ci­pio de mar­zo y se que­dó va­ra­da sin abri­go, sin za­pa­ti­lla, en casa de su her­mano, que tam­bién es mi­gran­te. Aho­ra duer­men seis en una ha­bi­ta­ción y el al­ma­cén de la es­qui­na ya no les da más cré­di­to. Y Mi­riam, quien tuvo hi­jos me­lli­zos en Bue­nos Ai­res el año pa­sa­do y la vida se le hizo cues­ta arri­ba. Por la no­che, cuan­do sus be­bés duer­men, llo­ra de de­ses­pe­ra­ción. Y así, mu­chas otras. Mu­je­res que cui­dan, sos­tie­nen y ga­ran­ti­zan la vida, las mis­mas sa­cri­fi­ca­bles para el sis­te­ma y cri­mi­na­li­za­das por los Es­ta­dos.

Como ve­mos, aque­llas mi­ra­das op­ti­mis­tas que en un prin­ci­pio se pro­nun­cia­ban so­bre la in­mi­nen­te caí­da del ca­pi­ta­lis­mo y la po­si­bi­li­dad de que to­dos nos con­vir­tié­ra­mos en me­jo­res per­so­nas poco a poco se fue­ron di­lu­yen­do en una dra­má­ti­ca reali­dad. Fren­te a la pro­fun­di­za­ción de las de­sigual­da­des, se hace cada día más evi­den­te que ac­to­res de po­der que de­fi­nen las po­lí­ti­cas mi­gra­to­rias en los más dis­tin­tos ni­ve­les na­cio­na­les y trans­na­cio­na­les des­pre­cian de­ter­mi­na­das vi­das hu­ma­nas.

Salvando las enormes distancias, la realidad de los migrantes paraguayos produce una sensación que va en la misma dirección. Ellos no pueden estar en Argentina porque no tienen abrigo, techo y comida, porque no es un lugar seguro, porque las villas que muchos habitan están asediadas por la enfermedad. Y no pueden estar en Paraguay porque no se les ha facilitado el ingreso e incluso se les hace sentir que no son bienvenidos, que son prescindibles y hasta despreciables.

Nos en­con­tra­mos fren­te a una pa­ra­do­ja: quie­nes vi­vían en los már­ge­nes an­tes de la pan­de­mia de­man­dan el re­gre­so ur­gen­te a una nor­ma­li­dad, no por­que an­tes es­tu­vie­ran bien, sino por­que la vida en las cir­cuns­tan­cias ac­tua­les se hace sim­ple­men­te in­sos­te­ni­ble. En cam­bio, la éli­te em­pre­sa­rial pa­ra­si­ta­ria, que supo aco­mo­dar­se rá­pi­da­men­te al nue­vo es­ce­na­rio, tie­ne una pro­pues­ta de “nue­va nor­ma­li­dad”, pa­la­bra de moda, que sig­ni­fi­ca bá­si­ca­men­te sos­te­ner el ni­vel de con­su­mo, pero con guan­tes, bar­bi­jos y al­cohol en gel.

*Dra. en An­tro­po­lo­gía so­cial. In­ves­ti­ga­do­ra CO­NI­CET/​UN­SAM.

Ilus­tra­ción de por­ta­da: Ro­ber­to Goi­riz.

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