Por José Duarte Penayo.
El estremecimiento que vive el mundo a causa de la pandemia de Covid-19 repercute en Paraguay, mostrando tanto las fortalezas como los límites del Estado. Por un lado, la estabilidad económica forjada desde 2003 en adelante permitió en los últimos años un creciente endeudamiento externo como forma de financiamiento de inversiones y, en el actual contexto, fue la herramienta más rápida para hacer frente a la crisis sanitaria. Pero por otro lado, al mismo tiempo, se revela que la baja presión tributaria en este país hace del Estado un actor débil para garantizar ciertos derechos fundamentales como la salud, la educación y la seguridad, así como políticas más amplias de protección social ante contingencias como la que vivimos actualmente.
Ya es un lugar común en la opinión pública explicar todos los déficits de Paraguay bajo el rótulo de “la herencia colorada”, teniendo en cuenta que desde el año 1948 hasta el presente –exceptuando el periodo 2008-2013– gobernó la ANR. Esta sentencia no solamente pasa por alto que el coloradismo no es una unidad cerrada y coherente a la que se pueda atribuir algún tipo de función monocausal, sino que –además– oculta la verdadera fortaleza política del Partido Colorado, su enorme eficacia para seguir interpelando a sectores mayoritarios de la sociedad paraguaya, esto es, la de ser una nucleación política en la que conviven tradiciones –muchas veces en disputa– y que ha reelaborado continuamente su propio mito movilizador.
Es central en el coloradismo la cuestión del mito político, y por ello entiendo no una actitud de “falsa conciencia” sino, como bien lo pensaron Sorel, Gramsci, Mariátegui y otros, una representación común del pasado, del presente y del futuro, fundamental para la articulación de voluntades dispersas en una unidad política que quiere intervenir en la realidad. Este punto fue recientemente señalado en un artículo del politólogo Marcello Lachi, uno de los pocos trabajos que defienden la productividad teórica de la categoría de mito, en este caso para comprender la hegemonía colorada, sobre todo en lo que respecta a la mediación entre las élites y las masas de dicha organización política.
Por su condición de partido gobernante, se olvida muchas veces, en su caso, la compleja maduración del mito colorado, forjado durante la oposición a gobiernos liberales de toda la primera mitad del siglo XX. En ese contexto se elaboraron aspectos fundamentales de su imaginario político: reivindicación de lo nacional y de la cuestión obrera, crítica al leseferismo, antiimperialismo, entre otros. Incluso, contra la etiqueta fácil de “partido conservador” que se atribuye a la ANR, figuras como Telémaco Silvero fueron pioneras en la reivindicación de los derechos de la mujer, declarándose feministas en un momento en que las mujeres carecían de derechos políticos.
Es habitual leer explicaciones históricas que postulan al stronismo como una suerte de destino inexorable del proceso que se abre luego de la Guerra del Chaco, sobre todo con la irrupción del poder militar, una especie de telos oculto de los que afirman no hacer sino “historia científica”. Este tipo de postulados es otra de las tantas maneras de borrar la contingencia de los procesos históricos, pasando por alto los diferentes proyectos políticos que pugnaban dentro del coloradismo, para terminar haciendo de la resolución violenta que dio el stronismo la esencia cómoda de la ANR. Así, se omite de la historia colorada parte de su propia identidad, la resistencia de muchos de sus dirigentes e intelectuales al stronismo, las purgas, el exilio y la persecusión.
En el periodo democrático tampoco el coloradismo fue una unidad homogénea, sino un verdadero campo de disputa, como lo explica el politólogo Fernando Martínez Escobar. Lejos de haber sido un partido cohesionado en un proyecto único de país, durante toda la década de 1990 el Partido Colorado fue el terreno de una pugna entre un ala que proponía una modernización neoliberal y otra que defendía al funcionariado público y al aparato estatal construido a partir de la década del 40. Del mismo modo, en los últimos 15 años ha habido más de un coloradismo; no es el mismo coloradismo el que recuperó las cuentas públicas, inauguró los primeros programas de protección social, rompió con los alineamientos automáticos con el Norte y apostó a América Latina en 2003-2008, que el que en 2013 volvió al poder en un contexto regional de derrota de las experiencias progresistas, con un proyecto de aspiraciones tecnocráticas cuyo eje central fue la modernización del país en infraestructura por medio del financiamiento externo, considerando los entonces bajos niveles de endeudamiento de nuestro país.
Teniendo en cuenta estos aspectos, creo que las ciencias sociales tienen como gran desafío extender sus estudios a la ANR, empezar a considerarla un verdadero objeto de investigación y ya no como un simple motivo para expresar en lenguaje académico la impotencia política y el prejuicio tranquilizador. La representación del coloradismo como un bloque homogéneo, sin pugnas reales en su interior, es un verdadero obstáculo epistemológico, como diría Bachelard, para dar cuenta de la articulación que se teje en el sistema político paraguayo.
Un primer paso para superar dicho obstáculo, y así abrir un verdadero continente de exploración, implicaría tomar a la ANR como un interrogante que exige indagaciones más amplias, antes que como una cuestión definitivamente resuelta. Es necesario romper con el esencialismo en el análisis político e histórico, considerar la posibilidad de que el coloradismo, como cualquier otra tradición política nacional, no sea un sustrato siempre idéntico a sí mismo, ya sea para atribuirle todos los elementos del mal (el partido de las mafias, el autoritarismo y la corrupción), como del bien (el partido de la grandeza nacional, única expresión de la paraguayidad).
En lugar del maniqueísmo que absolutiza nociones de la moral para pensar los procesos sociales, sería importante partir de que los partidos con grandes niveles de representatividad son terrenos complejos donde la tradición misma está abierta a su reelaboración, los símbolos a reapropiaciones incontrolables y las masas ante la posibilidad de nuevos sujetos políticos que las representen.
Es central en el coloradismo la cuestión del mito político, y por ello entiendo no una actitud de “falsa conciencia” sino, como bien lo pensaron Sorel, Gramsci, Mariátegui y otros, una representación común del pasado, del presente y del futuro, fundamental para la articulación de voluntades dispersas en una unidad política que quiere intervenir en la realidad.
En la historia larga como en el pasado reciente, hay un repertorio de posibilidades para la reformulación contemporánea del mito movilizador colorado, más aún teniendo en cuenta la actualidad de tópicos que vuelven a la discusión pública: la soberanía nacional, la intervención del Estado o la cuestión social en su sentido más amplio. Contra la idea de un coloradismo agotado en su expresión por quién sabe qué ley implícita de la historia, es una posibilidad la recreación de un partido nacional, popular y democrático, capaz de seguir ensanchando sus bases sociales de sustentación.
Imagen de portada: Diario Hoy