Las noticias que involucran hechos de violencia hacia niñas y adolescentes nos mantienen en un estado de constante asombro. Que ocho de cada diez (84%) víctimas de abuso sexual sean niñas y adolescentes mujeres en el 2019 según datos proveídos por el Ministerio Público, así como que Paraguay ocupe actualmente el primer lugar en el Cono Sur en embarazo de niñas y adolescentes, dan cuenta de cómo este grupo de la población es afectado de forma particular por formas de violencia motivadas por su género.
En su amplio espectro, las formas de violencia se decantan hacia las que habitan regiones rurales y, todavía, empeora en aquellas de pertenencia a comunidades indígenas. Hablamos de la violencia explícita que impacta contra sus corporalidades individuales, pero también de aquella que se vale de instrumentos simbólicos y que embiste contra las mujeres, niñas y adolescentes rurales entendidas como un sujeto colectivo. Ambas formas están sustentadas en una estructura patriarcal que permea todos los ámbitos de la vida.
Recientemente, y entre las cotidianas demostraciones de sexismo en el Parlamento, tomaron relevancia las palabras del diputado Colym Soroka, que deslizó entre sus escuetos argumentos sobre el pedido de interpelación del entonces Jefe de Gabinete, Juan Ernesto Villamayor, una expresión folclóricamente machista, haciendo referencia indirecta a sus diferencias de criterio con dos diputadas. El diputado Soroka eligió llamarlas Maria’i, sin completar en su intervención la frase popular, que continúa diciendo ohohape oje’u (a donde vaya se le coge).
A más de ser degradante, el apelativo Maria’i minimiza las implicancias de la violencia sexual ligada al criadazgo —una práctica que implica la explotación laboral de niñas y adolescentes en su mayoría— y retrata el marco ético que ensalza la figura del patrón: la preponderancia de un hombre que decide qué, cuándo y dónde. Y es doblemente infeliz, pues por debajo de las expresiones del diputado subyace una estructura de dominación totalizante que hace el trabajo de controlar o castigar a las mujeres que salen de la norma —en este caso, sus colegas— apelando tanto a eufemismos que conjugan un desprecio interseccional —de clase, género y etnia— como a las negaciones y a la despolitización de sus exigencias. Todas estas constituyen formas que la violencia política guarda casi exclusivamente para las mujeres.
Dar ejemplos del machismo en nuestra sociedad, así como decir que esta se erige sobre una estructura de profundas raíces patriarcales, no representa ninguna novedad. Pero sí es interesante destacar que las reivindicaciones de defensa de la estructura patriarcal han ido en alza en el terreno político-partidario y, últimamente, han apuntado particularmente a la niñez.
En coincidencia con —o, tal vez, como respuesta a— una ola regional de crecimiento y conquistas del movimiento feminista, ha surgido una reconfiguración del discurso moral patriarcal de la derecha. En toda la región, organizaciones religiosas y civiles han emprendido lo que la antropóloga Rita Laura Segato denominaría una embestida familista y patriarcal.
Esta reacción conservadora, bajo la bandera de la defensa de la vida —en referencia a la “amenaza externa” de la despenalización del aborto—, define y defiende un modelo dominante de relaciones de género, donde se privilegia la posición jerárquica masculina en la familia. Además, hacen lobby y activismo en contra de los derechos sexuales y reproductivos, los avances de los derechos de las mujeres y los derechos de las personas LGBTIQ. Todos estos elementos han podido verse con claridad alrededor de la campaña contra el dilapidado Plan Nacional de Niñez y Adolescencia 2019-2024, cuya reformulación continúa en un limbo. Para mantener la presión al gobierno en torno a sus intereses, estos grupos hacen uso de las herramientas de polarización y categorización “nosotros-ellos”, que buscan reproducir una visión tradicionalista mediante la división entre nosotros (de valores correctos) y ellos (de valores corrompidos).
Lejos de poner al margen la discusión sobre las desigualdades de poder, las discusiones sobre la cuestión de género han tomado un carácter de piedra angular en el debate político. Pero la motivación no es necesariamente religiosa: las élites de poder aglutinadas comparten en el patriarcado sus valores culturales e intereses políticos, sí, pero también los económicos.
Así, el avance en la integración de actores no religiosos en este movimiento, como el empresariado y los gremios productivos, puede conectarse con la captura del Estado, observando cómo estas élites económicas operan en favor de mantener el status quo favorable a la matriz productiva, basada en la explotación, de las cuales sus familias se benefician hace décadas.
Esta imposición ética sobre la defensa de la vida por parte del Estado, a pesar de ser adoptada por las autoridades de gobierno como un congraciamiento de la clase política con el lobby cristiano fundamentalista, no se traduce en la protección de la vida de todas las niñas y adolescentes, sino que es utilizada de forma discrecional para elegir cuáles vidas defender y cuáles no. En muchos de los casos, el agente ofensor es el mismo Estado, por omisión o por acción de sus fuerzas.
El asesinato de las niñas Lilian Mariana y María Carmen Villalba, y la desaparición forzosa de la adolescente Carmen Elizabeth Oviedo Villalba en una operación policial-militar hace unos meses, muestran un ejemplo claro —aunque no único— de esta elección sobre qué infancias merecen ser protegidas y sobre cuáles se justifica aplicar solo la fuerza. Es más, la violencia hacia las mujeres y las niñas en el contexto de la militarización es un tipo de violencia instrumental, en la cual se exhibe como trofeo el “eslabón más débil” de los contendientes. La violencia ejercida contra las mujeres tiene —otra vez— una función política en este enfrentamiento que, con todos sus matices, parte del origen de la concentración de la tierra, la expoliación y su consecuente exclusión social.
A más de ser degradante, el apelativo Maria’i minimiza las implicancias de la violencia sexual ligada al criadazgo —una práctica que implica la explotación laboral de niñas y adolescentes en su mayoría— y retrata el marco ético que ensalza la figura del patrón: la preponderancia de un hombre que decide qué, cuándo y dónde.
Sobre este ilustrativo caso, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos presentó versiones de que Carmen Elizabeth resultó herida durante aquella operación, y huyó, mientras que Lilian y María Carmen fueron detenidas vivas, con lo cual sus muertes posteriores darían cuenta de la violencia ejercida por actores estatales. Así, la situación mostró una confluencia de la violencia legítima aplicada por el Estado y de la legalidad violenta que sustenta su impunidad. También se evidenció cómo pesa sobre las niñas el carácter de indefendibles por “herencia”, al instalarse en la opinión pública el mote de niñas guerrilleras para justificar el sometimiento de las mismas.
Así es como cientas de Maria’i pasan desapercibidas ante la naturalización del abuso y la dominación. El avance de la militarización, el autoritarismo y de la indefensión facilitan una laxitud en determinar lo que es o no es violento, lo que es o no asesinato. La agenda que impone la nueva derecha fundamentalista acumula para el debilitamiento y el menosprecio hacia los derechos humanos de tal forma que la reivindicación de la cultura patriarcal y machista, imperante en nuestra sociedad, cristaliza elementos en el discurso que amenazan de forma concreta a la vida de las niñas y las adolescentes.
*Socióloga por la Universidad Católica Nuestra de la Asunción. Investigadora social en temas de género y niñez.
Ilustración de portada: Roberto Goiriz[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]