Por Jorge Rolón Luna*
Parafraseando a un personaje de la serie televisiva “Fariña” que aborda la historia de narcos gallegos, podemos decir que hoy es más fácil conseguir drogas ilegales en la calle que trabajo decente en Paraguay. Organismos internacionales, gobiernos extranjeros y publicaciones especializadas regularmente dan cuenta de la alta, creciente y saludable actividad narcotraficante en Paraguay, en contraste con lo que se observa en materia de la extendida desprotección y precarización laboral.
El narcotráfico impacta en casi todos los ámbitos de la sociedad paraguaya. Una expresión característica de ese mundo es el sicariato, fenómeno hoy endémico en algunas zonas del país y vinculado a ciertas especificidades geográficas, pero ignorado por las estadísticas oficiales (Policía Nacional, Ministerio Público, Poder Judicial). Si acaso existieren estos datos en alguna agencia de seguridad o inteligencia, lo cierto es que no se encuentran a disposición del público, investigadores o medios de comunicación, con lo cual se dificulta aún más avanzar hacia una comprensión del fenómeno.
El sicariato, como fenómeno habitualmente invisibilizado que es, se encuentra repentinamente en la mira por una serie de razones: a) frecuencia sostenida de casos, b) víctimas que provienen del ámbito público como intendentes, concejales y candidatos a esos cargos, especialmente en 2021, c) casos recientes que han causado conmoción social como el cuádruple homicidio con muerte de la hija de un gobernador, los asesinatos de un alto jefe militar y de un conocido empresario de Asunción, todos ellos con ecos en la prensa extranjera. Las noticias sobre asesinos a sueldo disparando a mansalva se han vuelto parte de nuestra cotidianeidad, generando al mismo tiempo una sensación de hiperviolencia nacional. Algo que paradójicamente, resulta falso, como veremos a continuación. Vivimos una paradoja de menos violencia, pero más peligrosa.
los datos disponibles muestran que los homicidios en los departamentos con alta actividad de narcotráfico son, primordialmente, homicidios por encargo, que, reiteremos, representan un tercio de los homicidios en el país. Sin ellos, los índices nacionales de violencia se acercarían a la media europea, alejándose en mayor medida de los países más violentos de América Latina y el Caribe.
Contrario a lo que pueda pensarse, Paraguay es un país con índices relativamente bajos de homicidios. De acuerdo con las cifras del año 2020, los 481 homicidios registrados representaron una baja del 13% con respecto a los 554 del año 2019. Más revelador aún a este respecto -y nuevamente extraño- es que el año pasado se dio el número más bajo de homicidios desde el último pico en 2008 con 833 casos. Desde entonces, los homicidios han descendido en un 42%. Si vamos más atrás, en el año 2002 se registraron 1272 homicidios, con lo cual tenemos, al día de hoy, un espectacular descenso de 62% en las últimos dos décadas.
Paraguay llega a tan solo 6,6 homicidios por 100.000 habitantes, que es la ratio usada para medir los niveles de violencia en un país. Nuestros números están muy lejos de los niveles hiperviolentos de Jamaica (46,5), Venezuela (45,6), Honduras (37,6), Trinidad y Tobago (28,2), México (27) o Colombia (24,3), los países con mayores índices de homicidios en América Latina y el Caribe. Para tener una idea: la tasa promedio en las Américas es de 17,2, en Europa de 3 y el promedio mundial es de 6,1 homicidios por 100.000 habitantes.
La pregunta que surge entonces es, ¿qué está pasando en materia de homicidios y violencia en el Paraguay?
La respuesta es relativamente sencilla. Mientras los casos de homicidio comunes descienden, ciertas zonas del país tienen un proceso inverso de aumento de la violencia homicida. Aquí cabe mencionar los casos de Amambay y Alto Paraná, por ejemplo. Para explicar la razón, la geografía tiene un peso importante. Un estudio reciente de una universidad mexicana sobre la violencia en América Latina, de Juan Mario Solís Delgadillo y Marcelo Moriconi Bezerra, considera a las fronteras como una variable importante para explicar el fenómeno. Para ambos autores, las fronteras pueden caracterizarse como “calientes”, “templadas o híbridas” y “frías o pacíficas”, según sus niveles de violencia medidos por homicidios. Básicamente, a mayor “calor”, mayor violencia. Paraguay tiene seis departamentos que hacen frontera con diferentes estados del Brasil: Alto Paraguay, Amambay, Canindeyú y Concepción con Mato Grosso do Sul; Canindeyú y Alto Paraná con Paraná. De las seis, cinco son consideradas “calientes” mientras que solamente la divisoria entre Concepción y Mato Grosso do Sul es tenida por “templada o híbrida”. Una frontera “fría” con el Brasil, sencillamente, no existe.
Ya en el año 2014, un medio europeo resaltaba que Amambay tenía tasas de homicidios (84 por 100.000 habs.) superiores a Ciudad Juárez, Cali, Guatemala y a ciudades violentas de Brasil, Honduras, México y Colombia. Estudios más recientes señalan cifras similares para Amambay y revelan que otros departamentos también tienen índices elevados de homicidios por cien mil habitantes: Concepción (18,6), Canindeyú (17,6), Caazapá (11,9) y Alto Paraná (11 en 2017, pero 21 en 2010). Nótese que todos estos departamentos tienen alta actividad en materia de narcotráfico y son fronterizos con el Brasil (salvo Caazapá).
Por otro lado, una hipótesis plausible de lo que sucede en las “zonas calientes” del país sería la siguiente: se trata de una violencia localizada preferentemente en zona de frontera con el Brasil (más los cada vez menos raros episodios en otras zonas, incluso en el Departamento Central y en Asunción) que son el resultado de una alta y creciente actividad de narcotráfico, que ya viene gestándose desde hace al menos un par de décadas.
Primero, lo atinente al cultivo, procesamiento, producción y tráfico de nuestro “producto estrella” (marihuana), cuya producción ha venido aumentando, manteniendo a Paraguay como el cuarto productor mundial de marihuana, segundo de América Latina y primero de Sudamérica. Segundo, un incremento del tráfico y el consumo (mundial y especialmente brasileño) de cocaína, ya señalado por Naciones Unidas en un documento del año pasado. Esto impacta en nuestro país dado que, concomitantemente, se ha convertido en una pieza clave en el enorme entramado de las organizaciones que trafican esa sustancia con destino a Brasil (hoy segundo consumidor mundial de la droga) y Europa. Ello, a su vez, ha llevado a una presencia y actividad cada vez más fuerte de organizaciones criminales brasileñas como el CV y el PCC. Esto, evidentemente está generando disputas territoriales entre los diversos grupos criminales que provocan diferentes violencias, donde destaca el sicariato. Nuevamente; es cierto que existen otras variables interviniendo en el fenómeno, pero no pretendemos ahondar en esta explicación, ya abordada en otros trabajos más amplios sobre la violencia en el país, dado que nuestro tema es el sicariato (no los “homicidios” considerados genéricamente) y, en particular, en zonas de frontera (“caliente”).
Finalmente, los datos disponibles muestran que los homicidios en los departamentos con alta actividad de narcotráfico son, primordialmente, homicidios por encargo, que, reiteremos, representan un tercio de los homicidios en el país. Sin ellos, los índices nacionales de violencia se acercarían a la media europea, alejándose en mayor medida de los países más violentos de América Latina y el Caribe. Razón de más para abordar seriamente la cuestión del sicariato y su relación con el crimen organizado que lo produce, de una vez por todas.
*Abogado, docente universitario e investigador independiente, autor del libro de relatos “Los sicarios”.
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