Género

Palabras prohibidas en Paraguay


Por Mauricio Maluff Masi*

 Hace un tiempo existe en nuestro país un movimiento que busca prohibir el uso de la palabra «género», por una supuesta asociación con una supuesta ideología de género. En un principio, lo que buscaban prohibir era la supuesta ideología de género, pero esta resultó ser imposible de delimitar, a pesar de muchos intentos, por ser un significante vacío: es decir, no es una ideología propiamente definida ni definible, sino que representa un conjunto de miedos e inseguridades alrededor de la creciente aceptación a diversas formas de expresión de género y sexualidad. Por eso la llamada ideología de género tiene la mágica capacidad de aparecer, incluso, en documentos que no hacen mención de nada que se parezca a ninguna definición de la ideología de género, como el proyecto de Transformación Educativa o el Convenio con la Unión Europea.

En la audiencia pública sobre el proyecto de ley para derogar el convenio con la UE, varios ciudadanos demostraron esta elasticidad semántica del concepto. Patricia Stanley, ex-directora de la DINAPI, hablando en representación del grupo «Salvemos la Familia», es representativa: “el enfoque de derecho, la interculturalidad y la inclusión, no son otra cosa que pedirle al chico, que es un menor de edad, su consentimiento para que hoy deje de llamarse Juan y se llame María”.

Lo que demuestra el comentario de Stanley es que no hace falta hablar de género para que, según sus  detractores, exista ideología de género. Tanto han estirado al concepto, que basta con que alguien mencione algo tan amplio como «enfoque de derecho» para que valga la acusación de que en el fondo se habla de ideología de género.

Recientemente, la batalla contra el uso de la palabra género se libró en el senado, donde la mayoría votó a favor de remover la palabra género del proyecto de ley que declara emergencia social ante la violencia contra las mujeres, niñas, niños y adolescentes. La senadora Blanca Ovelar, hablando a favor de mantener la palabra género en el proyecto, defendió que debemos entender que la violencia contra las mujeres «es un tema ligado al género». En contra, la senadora Lizarella Valiente, demostrando la misma elasticidad semántica de la que hablamos, demostró preocupación de que la palabra género pueda incluir «orientaciones sexuales diversas».

El efecto de la batalla contra la palabra género no queda en el senado sino que se esparce por la sociedad. Una manifestación es la autocensura que practican quienes temen ser acusados de promover la ideología de género. Noten, por ejemplo, como el Ministerio de la Mujer en una comunicación oficial evita hablar de «igualdad de género», y la reemplaza con una frase mucho más ambigua: «igualdad de las mujeres». Luego de la Resolución Riera, que prohibió «la difusión y utilización de materiales impresos como digitales, referentes a teoría y/o ideología de género, en instituciones educativas dependientes del Ministerio de Educación y Ciencias», según un estudio, docentes, educadores y autoridades nacionales en materia de educación reportaron que evitan utilizar la palabra «género» por temor a acción disciplinar.

Si restamos el concepto de género de nuestro vocabulario, quienes salen perdiendo no son un cabal de extranjeros con ideologías extrañas, sino las propias mujeres, que tendrán una herramienta menos para entender y transformar su realidad.

Ahora bien, el alcance de esta censura no es sólo verbal: las palabras que utilizamos también determinan cómo entendemos nuestra realidad y cómo actuamos en ella. Por algo el griego lógos (λόγος), significa a la vez palabra y razón. «En el principio era el Verbo», empieza el evangelio según Juan. No poder utilizar la palabra género para describir la realidad impide que quienes sufren la desigualdad y violencia de género, principalmente las mujeres, puedan entender y explicar sus propias experiencias. A continuación vemos un claro y contundente ejemplo.

En su obra In Our Time (En nuestro tiempo), la periodista Susan Brownmiller narra el nacimiento del concepto de acoso sexual. Carmita Wood, asistente administrativa en una universidad en Estados Unidos, se ve obligada a renunciar a su trabajo en 1975 por ser víctima del constante acoso de un eminente profesor. Al tratar de acceder al beneficio de desempleo, intenta explicar su situación, pero no encuentra la forma de darle palabras: su petición es denegada, ya que dejó el trabajo apenas por «motivos personales». Luego, en un seminario de mujeres, Wood cuenta su historia, y todas las demás presentes se sienten identificadas: todas habían sufrido de insinuaciones y proposiciones sexuales no deseadas en sus trabajos, pero ninguna había sabido cómo llamarlo. Juntas experimentan formas de darle nombre, hasta que dieron con el nombre de «acoso sexual». Una de ellas, Karen Sauvigné, relata la experiencia: «Al instante nos pusimos de acuerdo. Eso era.».

El haberle dado nombre fue el inicio de una serie de victorias legales que hoy han transformado el panorama jurídico estadounidense a favor de las mujeres trabajadoras, además de un cambio cultural significativo en contra del acoso sexual. Pero, ¿cómo es posible que en 1975, en Estados Unidos, no haya existido un concepto de acoso sexual? Claro que muchas mujeres, en Estados Unidos y los demás países, ya conocían la experiencia y le daban varios nombres: vergüenza, mal comportamiento o el más folclórico «puerqueza». Como dijo la abuela de Marilina respecto al acoso que sufrió la hija: «ipuerco la kuimba’e». Pero para coordinar la acción y crear entendimiento común, necesitamos nombres de común acuerdo. Por eso es peligroso el intento de proscribir la palabra género: sin el concepto de género, es imposible entender muchas experiencias de acoso, de violencia y desigualdad, en las que las mujeres son las principales víctimas. El intento de prohibir el concepto de género apeligra con crear una laguna hermenéutica donde no existía, es decir, reducir la lista de conceptos de común acuerdo, dejando un agujero de experiencias donde antes existía la palabra género.

La filósofa británica Miranda Fricker define la injusticia hermenéutica como «La injusticia de tener un área significativa de experiencia social ocultada del entendimiento colectivo debido a la marginalización hermenéutica.» Si el diabético sufre porque la diabetes aún no ha sido descubierta, esto no es una injusticia; pero si la mujer sufre porque el concepto de acoso sexual aún no ha sido inventado, o queda borrado de nuestros diccionarios colectivos, sí. El concepto de feminicidio tiene una historia similar: mujeres han sido asesinadas por el hecho de ser mujeres desde que existe el patriarcado, pero sólo hace unas décadas pasó a ser de uso corriente el término feminicidio para entender esa experiencia. Estas lagunas hermenéuticas son el producto de una sociedad que les impidió a las mujeres desarrollar conceptos colectivos para entender sus experiencias. En el caso del género, tenemos algo tal vez peor: un concepto que existe y se busca eliminar injustamente, una censura hermenéutica. Si restamos el concepto de género de nuestro vocabulario, quienes salen perdiendo no son un cabal de extranjeros con ideologías extrañas, sino las propias mujeres, que tendrán una herramienta menos para entender y transformar su realidad.

* Máster en filosofía por Northwestern University. Actualmente cursa el doctorado en filosofía por la misma universidad.

Imagen de portada: El Target

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