Por Nelson Denis*.
Desde hace algunos años, el debate público paraguayo viene sintetizándose en un relato político: el de la corrupción, o, mejor dicho, el de la anti corrupción; probablemente el tema más sensible en la opinión pública hoy día. El fenómeno de la corrupción no es nuevo en la política paraguaya, pero su carácter en la determinación de los conflictos políticos y de empoderamiento de amplios sectores de la sociedad como consigna de vanguardia, sí lo es. ¿Significa esta (nueva) lucha contra la corrupción un avance en términos democráticos? Desde luego que sí. Sin embargo, lo que aquí nos interesa debatir no es tanto la perversidad del fenómeno o los diferentes efectos que pueda producir en el régimen político. Aquí nos centraremos en discutir el tratamiento, frecuentemente erróneo, que se le da al problema de la corrupción como tema de la agenda pública, tanto a la hora de atacarla, como también de comprenderla.
Esto último resulta crucial. Nos solemos limitar a analizar o estudiar las consecuencias negativas que trae la corrupción para el país, pero nunca hablamos de los potenciales costos que puede acarrear la lucha contra esta. Efectivamente —y, aunque suene impopular decirlo—, la lucha contra la corrupción puede traer consecuencias no deseadas que, en algunos casos, suelen multiplicar los problemas antes que disminuirlos. Ello se debe a ciertas maneras simplistas de comprender la corrupción como fenómeno, ya que estos análisis no suelen ir más allá del plano moral. Por supuesto, esto no quiere decir que debamos rechazar los argumentos éticos para oponernos a ella, sino que muchas veces resulta necesario observar otras aristas que permitirían incluso un combate más provechoso. En otras palabras, debemos combatir la corrupción con la cabeza, no con las vísceras.
El estudio de la corrupción es uno de los temas más complejos de abordar desde las ciencias sociales por una muy sencilla razón: generalmente, los actos de corrupción solo los conocemos una vez que salen a la luz; la mayor parte de ellos siempre quedan escondidos. Por ejemplo, el indicador más difundido para medir la corrupción —el ranking que elabora la organización Transparencia Internacional, basado en un Índice de Percepción de la Corrupción (IPC)—, difícilmente pueda servir como indicador para medir el costo real de esta en términos económicos para un país. De esta manera, Suiza suele tener valoraciones positivas según la percepción de sus ciudadanos en dicho ranking, pero no por ello deja de ser uno de los más grandes paraísos fiscales del planeta.
La experiencia de países como Italia o Brasil, en sus respectivas cruzadas anticorrupción, también sugiere cautela. En Italia, las principales consecuencias de la operación “Mani Pulite” durante los años 90 (traducido al castellano como “Manos limpias”) fueron, por un lado, una década marcada por la recesión económica y, por el otro, el descabezamiento de la clase política italiana. Peor aún, la corrupción no acabó, sino que se potenció. En Brasil, aunque distintos en algún punto, los resultados de la conocida operación “Lava Jato”, que puso contra las rejas a políticos de todo el espectro y a importantes empresarios del país ─al igual que en el Mani Pulite─, fueron bastante similares, sumados a un fuerte deterioro de la calidad de la democracia. Ambos procesos fueron la punta de lanza para la irrupción de criaturas políticas deleznables del talante de Silvio Berlusconi en Italia y Jair Bolsonaro en Brasil que, lejos de solucionar los problemas, los incrementaron.
Los posibles usos políticos del discurso contra la corrupción tampoco pueden quedar de lado en esta discusión. En su libro ¿Qué fue del buen samaritano?, el especialista en economía del desarrollo Ha-Joon Chang argumenta que las agendas anticorrupción, difundidas ampliamente por organismos como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, suelen estar asociadas a la defensa a ultranza del paradigma neoliberal en economía, convirtiéndose así en un intento por justificar el fracaso de sus programas. También señala que los efectos de la corrupción en el desarrollo económico suelen más bien variar según los países, lo que impide identificar una tendencia clara. Es decir, no necesariamente representa el principal freno para el desarrollo económico, como versa el relato neoliberal.
En Paraguay esto se puede observar muy bien: las recurrentes propuestas para combatir la corrupción en nuestro país suelen estar atravesadas por la idea de que es un mal casi exclusivamente del sector público, lo que justificaría la reducción del Estado a su mínima expresión. No es casual que cada vez que se quieran discutir cuestiones como la regresividad de la estructura impositiva ciertas voces salgan a reclamar indignadas que primero debe tocarse la “calidad del gasto” antes de cualquier reforma progresiva. De esta manera, la narrativa anticorrupción que opera en el país empantana y despolitiza otras agendas. Esto sirve a las élites para mantener el statu quo.
El estudio de la corrupción es uno de los temas más complejos de abordar desde las ciencias sociales por una muy sencilla razón: generalmente, los actos de corrupción solo los conocemos una vez que salen a la luz; la mayor parte de ellos siempre quedan escondidos.
En este sentido, resulta difícil comprender cómo desde hace cuatro años, según el Latinobarómetro, para la ciudadanía paraguaya el problema más importante del país es el desempleo. Sin embargo, en dicho periodo no se ha visto jamás una sola protesta para exigirle al Gobierno políticas públicas que aumenten el nivel de contratación por parte del sector privado, salvo reclamos puntuales abonados por sectores sindicales. De la misma forma, las frecuentes referencias de ciudadanos a la vida ostentosa de políticos acaudalados no es más que un cruel recordatorio de que la corrupción condensa un entramado social ligado a profundas e históricas desigualdades.
Como los británicos que hace cuatro años no hacen otra cosa que hablar del Brexit, los paraguayos solo nos concentramos en hablar de corrupción, aduciendo ─equivocadamente─ que en ella se encuentran las raíces de todos nuestros males, de nuestro atraso y lugar en el mundo, dejando así de lado otros debates fundamentales para el desarrollo y bienestar general de la población. Es necesario cambiar esa narrativa para otorgarle a la corrupción un enfoque adecuado que permita un combate más efectivo, so pena de que el clima de antipolítica que se viene gestando desde hace unos años se lo vaya tragando todo, incluso las esperanzas del pueblo. Ahí donde muere la política, nacen los Berlusconis y Bolsonaros.
* Estudiante paraguayo de la carrera de Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires (UBA).
Foto: New York Times