Por Marcos Pérez Talia
Existe cierto consenso en el mundo académico respecto a que algo está pasando con las democracias de todas las latitudes. Distintos autores, desde distintas disciplinas de las ciencias sociales, vienen alertando sobre una crisis de la democracia, sea en términos de un eventual retroceso democrático, o incluso en cuanto a un proceso de mutación democrática. Una voz autorizada en el tema es el sociólogo francés Pierre Rosanvallon, quien en su libro titulado “La legitimidad democrática” explora las posibles causas de la crisis. Este artículo aborda el fenómeno de la (débil) democracia paraguaya a partir de la propuesta analítica de Pierre Rosanvallon.
En su agudo libro, Rosanvallon se propone examinar los principios de legitimidad de los gobiernos democráticos con el objetivo de interpretar las causas profundas de sus múltiples crisis. Entre el siglo XIX y XX, el autor indica que se desarrollaron dos grandes legitimidades: una, la elección popular, y la otra, la administración pública. Respecto a la primera, la instalación de gobiernos democráticos entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX (especialmente en EEUU y Francia) se basó esencialmente en el procedimiento electoral como única vía de acceso a cargos representativos y, en cierta medida, como expresión natural de la soberanía popular. Se llegó a equiparar, incluso, la mayoría circunstancial que elegía autoridades con la misma soberanía popular, aun cuando se trataba únicamente de una mayoría provisional y eventualmente modificable en las siguientes elecciones.
A comienzos del siglo XX aparece, según Rosanvallon, la primera gran crisis de la democracia con los signos de distanciamiento entre los representantes y el pueblo. Como consecuencia, emerge allí la segunda fuente de legitimidad: la administración pública. Eso conlleva la transformación de un Estado que pasa de ser un mero guardián de las libertades públicas y la propiedad privada, a uno que ofrece servicios públicos básicos como salud, educación, vivienda y mayores niveles de infraestructura.
De esa forma quedó constituido un sistema democrático de doble legitimidad, una de entrada o establecimiento (la electoral), y otra de resultados (la administración pública). Este sistema de legitimidad dual va a sostener una gran parte de las democracias a lo largo del siglo XX.
A propósito de la doble legitimidad, en este trabajo planteo como hipótesis que la democracia paraguaya tiene severos problemas con la legitimidad de resultados (la administración pública) y, a la luz de las elecciones generales de 2018, puede llegar a agravarse también la legitimidad de entrada (la electoral). Por una cuestión de espacio, discutiremos aquí brevemente las tensiones de la legitimidad electoral, dejando para un segundo artículo la legitimidad de resultados.
La historia paraguaya previo a 1989 no es fecunda en procesos electorales democráticos. La única elección relativamente libre, limpia y competitiva fue en 1928, durante el gobierno de Eligio Ayala. Lo llamativo del caso es que estamos frente a uno de los sistemas bipartidistas más antiguos y persistentes de América Latina que, sin embargo, no tuvo la capacidad de organizar, en el marco de su competencia inter-partidaria, elecciones democráticas.
Con el inicio de la transición a la democracia en 1989, la dimensión electoral se volvió central en la agenda democratizadora de la élite política, relegando casi al ostracismo cualquier debate respecto a la democracia de resultados. La Constitución de 1992 creó el Tribunal Superior de Justicia Electoral (TSJE) y unos años después, mediante el recordado “pacto de gobernabilidad”, se constituyeron sus autoridades no sólo con miembros colorados sino también con la oposición parlamentaria. En 1996 se realizaron las segundas elecciones municipales de la era democrática, con dos novedades importantes: la incorporación plural de la autoridad máxima electoral sumado a la vigencia de un nuevo código electoral (ley 834/96). Esta nueva política de responsabilidad compartida y control mutuo entre partidos pronto dio resultados. Las elecciones se volvieron libres, limpias y competitivas lo cual, en cierta forma, aseguró la consolidación del sistema político.
Sin dejar de reconocer las anomalías crónicas que afectan a nuestros procesos electorales como la compra de votos, composición desigual en las mesas y puntuales problemas con los padrones, en general, lo más destacable del sistema democrático paraguayo fue su dimensión electoral, la cual se ajustó plenamente a los postulados de democracia procedimental (o poliárquica) de Robert Dahl. En un conocido trabajo académico, publicado hace más de dos décadas, se señaló que la democracia paraguaya era de muy baja calidad, que ofrecía malos resultados en casi todas las dimensiones de calidad consideradas en el estudio, salvo en una: la de los procesos electorales, que presentaba resultados satisfactorios equiparables al resto de los países de la región.
La cuestión es que esta democracia mínima o procedimental, solventada a partir de elecciones libres y competitivas, fue deteriorándose con el tiempo. El punto de inflexión se dio en las elecciones generales de 2018, cuyos resultados dejaron un manto de dudas e incertezas. De hecho, todo el proceso electoral estuvo fuertemente viciado producto de encuestas fraudulentas que montaron un escenario resuelto, sumado al alto funcionario electoral que prometía aumentar votos a cambio de dinero. Eso naturalmente termina impactando en la propia percepción y confianza ciudadana hacia la máxima autoridad electoral (TSJE), tal como se observa en el siguiente gráfico.
Gráfico I. Confianza en la Justicia Electoral (TSJE)
Fuente: Elaboración propia a partir de base de datos de Latinobarómetro
Los datos de Latinobarómetro muestran que, a partir del 2018, la tendencia hacia la desaprobación del TSJE fue in crescendo. Y en 2020 (la última medición), se dio un aumento brusco hacia la poca y ninguna confianza, llegando a un porcentaje calamitoso del 84.5%.
Desde otro ángulo, LAPOP nos ofrece los datos estadísticos sobre cuánta confianza tiene la ciudadanía paraguaya respecto a las elecciones, cuyos resultados parecen confirmar la tendencia.
Gráfico II. Confianza en las elecciones
Fuente: Elaboración propia a partir de base de datos de LAPOP
La erosión de la confianza en las elecciones se observa año tras año. Por ejemplo, en la respuesta “nada” se percibe casi una duplicación pasando del 2012 (con 23.5%) al 2021 (con 42.6%). El mismo declive ocurre con la respuesta “mucha”, donde en 2012 era del 19.9% y en 2021 apenas el 13.8%.
La cuestión es que esta democracia mínima o procedimental, solventada a partir de elecciones libres y competitivas, fue deteriorándose con el tiempo. El punto de inflexión se dio en las elecciones generales de 2018, cuyos resultados dejaron un manto de dudas e incertezas. De hecho, todo el proceso electoral estuvo fuertemente viciado producto de encuestas fraudulentas que montaron un escenario resuelto, sumado al alto funcionario electoral que prometía aumentar votos a cambio de dinero. Eso naturalmente termina impactando en la propia percepción y confianza ciudadana hacia la máxima autoridad electoral (TSJE)
Esta doble mirada estadística es interesante porque, cuando observamos la confianza en la Justicia Electoral (gráfico I), el foco de atención está estrictamente en la autoridad institucional. En cambio, cuando calculamos la confianza en las elecciones (gráfico II), ya excede lo estrictamente institucional (el TSJE) y entran en evaluación otros actores del juego democrático como partidos políticos, candidatos, electorado, etc. Ambos datos marcan la pauta de que nuestra otrora virtuosa democracia procedimental (o electoral) está perdiendo terreno. Es urgente recuperar la confianza en la legitimidad de origen como condición previa para luego darle mayor sentido y vigor a la legitimidad de resultados.
En el siguiente artículo vamos a poner en discusión los (malos) resultados de la legitimidad de resultados de la democracia paraguaya.
Imagen de portada: ABC Color