Por Alhelí González Cáceres.*
La población de la zona de los bañados de Asunción ha sido, desde hace mucho tiempo, objeto de estudio en diversas investigaciones, tanto en aquellas relacionadas a los impactos socioambientales del agronegocio, como lo describe Wari en Paraguay: los presos y asesinados del agronegocio, así como en aquellas referidas a las problemáticas urbanas que afectan a los barrios periféricos en condiciones de vulnerabilidad, como el estudio Bañado Sur: vidas urbanas excluidas, de resistencia y dignidad.
Específicamente en lo que refiere a las ollas populares, la investigación Ollas populares en el Paraguay de la pandemia, ofrece un pantallazo respecto a las redes de la organización, integración y socialización en los Bañados en medio de la contención social y económica durante la crisis sanitaria. La experiencia de los bañados nos muestra la importancia fundamental de la organización popular para resistir a la exclusión en general, y en el caso de este análisis, al hambre en particular, con sus terribles efectos objetivos y subjetivos.
La resistencia de los bañados se proyectó a otras zonas del país con la pandemia, llevó a que el gobierno genere leyes de apoyo a las iniciativas populares y, si bien este apoyo ha sido extremadamente limitado, esta situación aún no se ha visibilizado del todo, a pesar de lo fundamental de hacerlo.
Con el advenimiento de la pandemia en el 2020, se agudizó una problemática de larga data en Paraguay, como son la inseguridad alimentaria y las restricciones para acceder a alimentos de calidad que afectan a gran parte de la población, particularmente, a la población urbana con bajos niveles de renta. Esta situación no se reduce a un limitado acceso a alimentos, sino que abarca la calidad y la variedad de los alimentos que se consumen. De ahí que enfermedades como la obesidad y la desnutrición representan las dos caras de una misma moneda: la crisis alimentaria.
Sin embargo, asociar la crisis alimentaria solamente a su expresión en los cuerpos de los individuos, sería una visión reduccionista del problema, abstraído de la cuestión social que lo acompaña, en tanto que, la alimentación es, a la vez, un hecho social históricamente determinado.
“El capitalismo también entra por la boca”, expresa con acierto, Holt-Giménez, en su estudio sobre la economía política de la comida, subrayando el hecho de que la alimentación influye en el bienestar social de la población, a la vez que contribuye a la construcción de subjetividades y la autopercepción de los individuos.
el hambre de los pobres no ha sido una prioridad ni durante la pandemia, y mucho menos después. En las ollas que todavía persisten y resisten, subsidiando a un Estado ineficiente, “comemos puchero de pollo, que ya es el resto del puchero, y comemos poco. Para cien personas, solemos tener tres kilos de puchero. Esto afecta terriblemente la calidad de lo que se consume. Como decimos nosotros, esto es un py’a joko, para atajar el hambre y, a veces, ni siquiera eso”.
Es lo que nos sugieren las pobladoras que conforman la organización Pykui, articulación de Ollas Populares, que aglutina a las mujeres responsables de las ollas en los Bañados Norte, Sur, Tacumbú y Caacupemí. La Articulación Pykui surgió durante la pandemia con el propósito de contener la grave crisis alimentaria que afecta a la comunidad.
A estas mujeres hemos logrado entrevistar desde el proyecto Control joven para una mejor gestión pública, una de las iniciativas en el marco del programa Más Ciudadanía Menos corrupción, que cuenta con el apoyo de la Fundación CIRD. Las entrevistas no solo buscaron comprender la complejidad de la crisis alimentaria, sino que tienen la intención de servir como una caja de resonancia capaz de exponer los reclamos hacia un Estado que ha hecho poco por luchar contra el hambre.
Las mujeres de Pykui relataron, por ejemplo, que la limitación en el acceso a alimentos genera efectos en los cuerpos y en la psique de la población, así como afecta el desarrollo de las niñas, niños y adolescentes. Ahora bien, las mujeres también señalaron que la crisis alimentaria atenta contra la dignidad, en tanto las ubica en una posición mendicante no sólo hacia el Estado y la sociedad, sino frente a su propia comunidad. Es lo que llaman de política del “py’a joko” (atajar el hambre), que las obliga a aceptar productos en mal estado, de mala calidad y casi por vencer, que, en otras condiciones, jamás aceptarían. Pero esta política del “py’a joko” es, más bien, una política de indignidad a las que les somete el Estado a través del Ministerio de Desarrollo Social (MDS).
La escasa preparación del MDS para sostener a estas iniciativas populares no puede, sin embargo, excusarse. Esta problemática no es nueva ni es limitada. Por el contrario, es extendida. Según hallazgos obtenidos de la primera medición de la inseguridad alimentaria en Paraguay, 26 de cada 100 paraguayos padece o ha padecido inseguridad alimentaria en los últimos doce meses. Es decir, más de un cuarto de los paraguayos no logra acceder a un plato de comida diario. Y ante esto, el Estado no tiene ninguna política sólida y eficaz que busque, no solo contener el hambre, sino revertirla. Puesto que para que ello sea posible, es necesaria la recuperación de nuestra soberanía alimentaria, cuestión poco probable ante el incontenible avance del modelo primario exportador.
En un país en el que la élite del agronegocio se jacta de producir alimentos para el mundo, de exportar carne premium, resulta problemático que en el mercado local los elevados precios de los alimentos impidan su consumo a una parte importante de la población. ¡Es una horrorosa contradicción!
Esta paradoja se refleja en las familias de bajos niveles de renta que no pueden sino empobrecer su propia alimentación. Consumen cantidades cada vez mayores de carbohidratos, de productos ultra procesados de bajo valor, tanto nutricional como económico. La dinámica de la subsistencia al hambre induce a la población de bajos recursos a “alimentarse” a base de productos que tienen a mano, sin políticas públicas de cuidado, lo que conduce a incorporar a sus dietas mayores cantidades de azúcares y harinas, dejando de lado variedades de proteínas como las carnes, frutas y verduras, que son cada vez más costosas y, por tanto, inaccesibles para un cuarto de la población.
Como bien me lo describió en una entrevista Cira Novara, de la articulación de ollas populares “Pykui”, “los niños se pasan comiendo porquerías. La media mañana en la escuela es una chipita, que vos mirás y es puro colorante. O, la galletita con leche. Bien por la leche, pero a esta edad el niño ya no necesita leche, necesita otros nutrientes”.
El sistema agroalimentario ha endosado sus costos sobre la población más vulnerable, transformando no solo al entorno ambiental sino también a las relaciones sociales que lo sostiene. El capitalismo ha impactado con fuerza en las poblaciones rurales, campesinas e indígenas, que se ven subsumidas en la lógica mercantil de vivir y entender al mundo.
Esto se ha expresado también en la imposición de nuevas subjetividades sobre la población, reforzando dinámicas de exclusión, dependencia y subordinación de los sectores más vulnerables. Tal como manifiesta Novara, la cuestión objetiva de la exclusión es tan lamentable como la subjetividad construida en esa situación. “Esa vulnerabilidad social y económica de la población de Caacupemí se refleja en la calidad de los productos que se consumen. En la comunidad recogen alimentos de la basura, lavan y consumen. Es triste que productos que se hayan tirado ellos tengan que consumir”. En síntesis, esta realidad atropella la dignidad en la construcción de la subjetividad de estos sectores.
Ante este escenario, no sorprende la organización y lucha de las “olleras”, es decir, las mujeres que conformaron grupos para resistir al hambre colectivamente. Con la pandemia, múltiples organizaciones se conformaron y obligaron al gobierno a convertir a las Ollas Populares en una política pública.
Sin embargo, como era de esperarse, el esfuerzo del gobierno fue sin recursos suficientes y, sobre todo, con una gestión deficiente. Confirmando lo que ya se intuía, el hambre de los pobres no ha sido una prioridad ni durante la pandemia, y mucho menos después. En las ollas que todavía persisten y resisten, subsidiando a un Estado ineficiente, “comemos puchero de pollo, que ya es el resto del puchero, y comemos poco. Para cien personas, solemos tener tres kilos de puchero. Esto afecta terriblemente la calidad de lo que se consume. Como decimos nosotros, esto es un py’a joko, para atajar el hambre y, a veces, ni siquiera eso”.
Empeora el panorama la situación de que, en un escenario de crisis alimentaria, la acción del MDS ha sido la de no ejecutar los fondos destinados a la adquisición de insumos alimenticios para las ollas populares, o hacerlo apenas, dando prioridad a la adquisición de equipos de oficinas y pago de viáticos. Y en este punto es importante resaltar que, de no ser por la organización popular, las ollas permanecerían vacías, puesto que en lo que va del 2023, el MDS solamente envió insumos una vez.
Además de la deficiente gestión, el presupuesto asignado ha sido sumamente escaso. Los recursos direccionados al proyecto de asistencia a comedores comunitarios en este 2023 es casi seis veces inferior a lo asignado al Tribunal Superior de Justicia Electoral (TSJE) para el pago de los subsidios a los partidos políticos en el marco del proceso electoral. En una siguiente entrega, analizaremos la calidad de la ejecución presupuestaria del MDS, lo cual expresa el contenido de una política indigna que no busca soluciones a la crisis alimentaria.
Imagen de portada: Yuki Yshizuka
* Máster en Ciencias Sociales. Candidata a Doctora en Economía por el Instituto de Industria, Universidad Nacional de General Sarmiento, Buenos Aires.