por Gustavo Setrini
Las recientes elecciones en los EEUU marcan sin duda el comienzo de una nueva etapa en la historia política del país, con graves riesgos para sus ciudadanos y para el mundo. Durante años las crecientes desigualdades se sentían como detonantes en la vida política sin saber cuándo iban a explotar o qué precisamente destruirían. Esta sensación se vuelve urgente luego de la crisis financiera del 2007 y las enormes dislocaciones económicas generadas en la mayoría de la población por una minoría de la clase financiera.
El gobierno de Obama buscó extender la vida del aparentemente quebrado sistema político-económico a través del exitoso rescate del sector financiero y la fracasada construcción de un acuerdo centrista y bipartidista en el congreso. Sin embargo, la recuperación de la bolsa de valores, la restauración del crecimiento económico, y la reforma al sistema de salud, no fueron suficientes para contener las ansiedades y resentimientos de una población nuevamente consciente de su marginalidad y precariedad. Así irrumpieron las primeras olas de movilización social masiva en generaciones: los jóvenes desocupados y desamparados protagonizaron Occupy Wall Street, y luego, los afro-americanos, sometidos a un sistema de justicia literalmente asesino, emprendieron Black Lives Matter. A la derecha, el Tea Party surgió en los suburbios entre grupos blancos de edad media para arriba y comenzó a transformar el partido republicano. Estos movimientos anunciaron la llegada del cambio y, en las elecciones, fueron Trump y la derecha radical quienes supieron aprovechar la coyuntura.
Los votantes de los Estados Unidos han concedido un grado inédito de poder institucional a un candidato cuyo discurso electoral rompió con todas las normas políticas que regían la competencia política dentro de un marco neoliberal. Su campaña abiertamente xenófoba, racista, misógina, y nacionalista articuló una visión anti-liberal del futuro de los Estados Unidos y obtuvo para el partido republicano el control de la mitad de los gobiernos estaduales, de ambas cámaras del congreso federal, y, consecuentemente, de la corte suprema. Con este poder, el gobierno de Trump podrá emprender un verdadero cambio de régimen, desplazando el neoliberalismo con algo más parecido a un autoritarismo de mercado.
En las réplicas de este terremoto político, dos lecturas principales surgieron para explicar los resultados y el fracaso del partido demócrata. Por un lado, se argumentó que la victoria de Trump es la venganza de la clase trabajadora golpeada por la globalización y abandonada por un partido demócrata que ha priorizado las reivindicaciones de representación racial, de género, y diversidad sexual por encima de la economía. Según estos observadores, la obsesión con la diversidad ha autorizado a grupos blancos, rurales, y religiosos a imaginarse a ellos mismos como grupos marginados. Esta lógica demanda el fin del ‘liberalismo de identidad’, y un retorno a un liberalismo que responde a los problemas de la ‘mayoría de la gente’ y que ‘trabaja calladamente’, sobre prioridades más controvertidas. Por otro lado, contrariando lo anterior, se argumentó que la elección de Trump representó la reacción de una clase decadente de grupos blancos rurales, aislados del progreso social, cambio cultural, y diversidad de las ciudades y que mantienen valores atrasados y antidemocráticos. Estos culpan a la misoginia y racismo de los mismos votantes que rechazaron a la candidata a presidente ‘más calificada de la historia’ por un estafador grosero.
Es urgente proteger los restos de una democracia imperfecta como la estadounidense de las amenazas autoritarias de un gobierno como el que se inicia. Las manifestaciones que irrumpieron por todo el país en los días después de las elecciones son una buena señal de las posibilidades de resistencia, aunque retrocesos en los derechos civiles y políticas sociales parecen ser inevitables.
Mientras esto se debate dentro de la izquierda, la derecha y el partido republicano construyen una síntesis de intereses económicos e identitarios con una ideología de etno-nacionalismo económico blanco. En las últimas semanas, Trump ha abandonado muchas de sus más fantásticas promesas de campaña, pero ha afirmado su intención de expulsar millones de inmigrantes indocumentados, de establecer un registro de personas musulmanas y de restringir la migración musulmana. Ha nombrado como fiscal general a un hombre cuya anterior postulación a juez fue rechazada debido a sus posturas en extremo racistas. Finalmente, ha nombrado como principal asesor político a un hombre con vínculos directos a, Alt Right, un movimiento abiertamente fascista.
El gobierno de Trump tendrá casi todo el poder del gobierno federal para realizar su visión, sin haber obtenido la mayoría de votos a nivel nacional. En los medios se diseccionan minuciosamente los datos electorales por territorio, grupos raciales, sexo, nivel de educación, clase económica, y actitudes sociales para interpretar el significado de estos resultados para la democracia en los EEUU (por lo que vale, el nivel de educación—no el ingreso o grupo racial—parece ser el predictor más poderoso del voto). Sin embargo, poco se considera la serie de instituciones anti-democráticas que inclinaron la balanza hacia a Donald Trump y su coalición supuestamente decadente.
En primer lugar, el sistema electoral de EEUU no utiliza el voto directo, sino un colegio electoral que sobre-representa a estados pocos poblados con mayorías permanentes del partido republicano y a unos pocos estados donde existe competencia electoral entre los dos partidos. Por segunda vez en 16 años este sistema otorga la presidencia a un candidato republicano que no ganó el voto popular. Segundo, el partido republicano ha utilizado su poder en el congreso y en las asambleas legislativas estaduales para redibujar los distrititos electorales para minimizar la competencia partidaria. Esta semana, una corte federal invalidó como inconstitucional la ley que establece los distritos electorales en Wisconsin por favorecer al partido republicano. Tercero, las donaciones políticas y fondos corporativos tienen una influencia sin restricciones en las elecciones, luego de que la corte suprema haya invalidado partes de la ley de reforma de campañas que regulaban las donaciones en el 2010. Por último, estas fueron las primeras elecciones después de que la corte suprema haya invalidado la ley de derechos de votantes que regulaba prácticas electorales en lugares con antecedentes de discriminación racial. En varios estados estratégicos dentro del colegio electoral se observan políticas y prácticas explícitamente diseñadas a suprimir el voto de jóvenes, inmigrantes, afroamericanos, y comunidades pobres que tienden a votar por el partido demócrata—incluyendo la clausura de locales de votación en lugares, requerimientos de identificación que son de difícil acceso, y la eliminación de nombres de los padrones electorales. Esto le da a los EE.UU. la dudosa distinción de ser el único país entre los países ricos dónde se observa una reversión en la participación democrática.
Mas allá de la coyuntura, estas políticas e instituciones son las que permitieron a Trump su victoria y permiten que los republicanos sigan gobernando para proteger los privilegios de una minoría económica y racial. A pesar su decreciente peso cultural y demográfico, la base republicana y la extrema derecha tendrán amplias oportunidades en los próximos cuatro años de inclinar aún más las reglas del juego político a su favor y extender su poder.
Es urgente proteger los restos de una democracia imperfecta como la estadounidense de las amenazas autoritarias de un gobierno como el que se inicia. Las manifestaciones que irrumpieron por todo el país en los días después de las elecciones son una buena señal de las posibilidades de resistencia, aunque los retrocesos en los derechos civiles y las políticas sociales parecen ser inevitables. En el mediano plazo, el partido demócrata debería dejar de ver como incompatibles las reivindicaciones de identidad y de clase, y buscar hacer la misma síntesis que Trump propone, pero dentro de una alternativa progresista y democrática. La campaña de Bernie Sanders parecía tener este potencial en la medida que se acercaba al movimiento de Black Lives Matter. Es histórico que un autodenominado social demócrata haya logrado casi suficiente apoyo como para ganar las elecciones primarias. Sin embargo, fue imposible construir las bases de su ‘revolución democrática’ durante una sola campaña y en un contexto donde las organizaciones sindicales y sociales, que tiempos atrás articulaban los intereses de la clase trabajadora y de las minorías, se hayan debilitadas durante décadas. Reconstruir estas bases—y hacerlo con atención a la evolución contemporánea de las identidades políticas—será un largo, pero imperativo, proceso para corregir las desigualdades profundas que amenazan derribar la democracia en los Estados Unidos.