por César Trapani
En junio y julio pasado se dieron debates sobre asuntos políticos en los colegios Comercio 1 y Técnico Nacional. Entre los panelistas estaban personajes públicos, como los periodistas Vargas Peña y Menchi Barriocanal, quienes hablaron principalmente de libertad de expresión. Tras las presentaciones, el Ministerio de Educación y Ciencias resolvió establecer que este tipo de encuentros sólo podrían darse con su autorización previa y siempre que exista una suerte de equilibrio. «Si es que hacemos un debate, donde va a ir por ejemplo Trovato, tiene que ir Zapag y que después la gente saque sus conclusiones». Con esas declaraciones, el ministro Riera justificaba la disposición, como supuesta garantía de pluralismo. Dicho de otro modo, la medida pretendía, sin más ni menos, intervenir en la organización de los futuros conversatorios estudiantiles para asegurar la reproducción del mensaje oficial.
El actual gobierno, como otros, ha mostrado discursos y prácticas que revelan una tremenda incomodidad ante la crítica, cualquiera sea la fuente. Tanto es así, que su participación directa en el campo mediático, a través de los medios de comunicación del grupo Cartes, ha dejado, entre otras cosas, un tendal de comunicadores heridos (por citar algunos: los periodistas Desirée Esquivel, Rubén Montiel y Gianlucca Giuzzio, o el caso del mismo Vargas Peña junto a Carlos Gómez). En sintonía, sus principales propagandistas acostumbran aludir que las posturas críticas al oficialismo representan una oposición al progreso que éste ha traído. Lo que es peor aún, llegan a trasladar la carga de la prueba a sus detractores, requiriendo a la gente que demuestre al Poder Ejecutivo en qué se equivoca. Por ejemplo, el ministro Leite que desafió a los críticos del gobierno diciendo: «si no quieren ver la realidad muéstrennos dónde les mentimos».
El cuestionamiento a nuestros gobernantes es una actividad especialmente relevante y necesaria para la vida democrática. Nos interesa, por tanto, que circule información crítica sobre la administración pública.
Una mirada rápida sobre el accionar del gobierno trae a la memoria dos ideas importantes que calzan con estas actitudes. De entre lo más interesante que el liberalismo clásico nos legó, está, sin duda, la noción de que no es bueno censurar ninguna opinión, pues, como decía J. S. Mill, esto permitirá que conozcamos la verdad total o parcial. O en el caso de que la manifestación sea completamente falsa, la libre expresión permitirá que el error no adquiera vigencia, ya no como fruto de la censura, sino a causa de su fracaso en el plano argumentativo.
Contrariamente a la dirección actualmente tomada por el Poder Ejecutivo, aquel pensamiento liberal diría que, de todos los posibles, el peligro más grande en la materia es la intromisión estatal en la generación y difusión de opiniones. Así que, muy probablemente, encontraría cuestionable que se pretenda balancear el debate, cualquiera sea la forma, desde el poder público. Además, esta misma perspectiva rechazaría la idea de que al gobierno se lo debe criticar con pruebas, ya que, según esa corriente, (hasta) las críticas (falsas) que se lanzan siempre serían bienvenidas: alimentan la autonomía y desarrollo del individuo.
En segundo lugar, si bien la idea de la nula injerencia de los órganos políticos en la circulación de expresiones es una tesis que ha sido contrarrestada –también– desde aspiraciones democráticas, la instrumentación de decisiones como las del gobierno no son, justamente, aquellas que suelen ser vistas como impulsoras de pluralismo. Acostumbrado a dividir a la sociedad en dos, sin ver las múltiples heterogeneidades a su vez escindidas, disposiciones como las del MEC no hacen otra cosa que subirle el volumen a la voz que tiene más resonancia en la palestra pública: la gubernamental. A su vez, renuncian a coordinar la inclusión de otros interlocutores que, por distintas razones, no alcanzan a ingresar en la conversación.
El cuestionamiento a nuestros gobernantes es una actividad especialmente relevante y necesaria para la vida democrática. Nos interesa, por tanto, que circule información crítica sobre la administración pública. Esto implica, por un lado, el ejercicio de una libertad de expresión especialmente diferente (decir lo que queremos, pero sobre nuestros representantes) y, al mismo tiempo, un mecanismo dialógico que obliga a los funcionarios a dar respuestas y tener que argumentar en defensa de su gestión, justificándola.
En este sentido, podríamos decir que es imprescindible para quienes nos sentimos a gusto con la idea de autogobierno, sentir y también ejercer la libertad de manifestarnos de manera desfavorable con relación a quienes detentan el poder. Por otra parte, podemos afirmar que esto es también una oportunidad para las propias autoridades, ya que la crítica puede ser el punto de partida para legitimar con información veraz sus medidas.
Otra es la situación del poder que parece repetir, como mantra en su actuar, aquello de que “si no estás conmigo, estás contra mí”. De este modo, se dan las condiciones para la censura de toda opinión que pueda incomodar. Si lo que se busca es generar un escenario sin condicionamientos, el hecho de “agregar una silla para Zapag” no soluciona el problema. Debería de haber tantas sillas como actores a quienes atañe la discusión, de los cuales gran parte no cuentan con los medios para ingresar a ella. El mundo, como lo entendemos, no se divide en dos; mucho menos entre estos dos.
* Foto de portada: http://www.elmundo.es/papel/firmas/2017/05/10/5912cddb268e3eb75e8b458c.html