Por Juan A. Martens Molas*
Sábado 19 de septiembre de 2023, 21:30. Un interlocutor a quien llamo Antonio para proteger su identidad está preparando su cena, cerdo al horno. Adobó con sal y limón, porque no tiene otros condimentos. Para calmar la añoranza, compró una caña, Tres Leones etiqueta negra de 250 mililitros, que decidió beber mientras se cocina su carne, que le había entregado su esposa, en la última visita conyugal, semanas atrás. El relato no extrañaría si se tratase de una persona en libertad. Pero Antonio está condenado a 10 años de prisión y lleva 8 cumpliendo pena en una de las 18 penitenciarías del país. Para disfrutar de estos gustitos, como dice, realizó varios pagos: por su celda individual, para tener teléfono, para cocinar, por su caña, por recibir visitas dentro del pabellón… “vos sabés doctor, aquí se paga por todo”, me recordó cuando me mandó una selfie con su menú de esa noche.
Antonio ya intentó varias veces abandonar la prisión por algunos de los beneficios penitenciarios previstos en la ley. Probó las salidas transitorias, libertad condicional y otras figuras que prevé el Código de Ejecución Penal, sin ningún resultado positivo; porque siempre falta algún requisito, que si tuviera plata lo podría conseguir, se lamenta. Se refiere a informes que deben elaborar funcionarios del penal donde está recluido y remitir al Juez de Ejecución. La regla es que hay que pagarles un poco, según cuenta, para que te favorezcan.
El juez de ejecución, encargado de vigilar y poner en práctica los derechos de los privados de libertad, como si viviese en un sistema penitenciario escandinavo, mira de manera descontextualizada los requisitos que exige la norma y la ineficacia estatal las utiliza en contra del solicitante de los beneficios. A falta de profesionales que integren el Organismo Técnico Criminológico (OTC), funcionarios administrativos, sin preparación técnica, son los encargados de evaluar a los internos y dictaminar sus posibilidades de reinserción, sin método, ni teoría. “Ndeko eikuavoi mávapa la ikatuva osê”, me explicó el miembro de una OTC cuando le inquirí sobre su procedimiento.
La última vez que visité a Antonio no le encontré solo en su celda. Estaba con Juan, de 21 años, oriundo de una de las ciudades de Canindeyú, detenido por vender moñitos de crac y marihuana; una jueza decretó su prisión preventiva. Sus parientes más cercanos viven a más de 250 kilómetros y sin acceso a medios de transporte público que los conecten de manera directa con el penal. Su patrón le dijo que se responsabilizaría de él, pero cuando lo encontré ya llevada más de 10 meses encerrado sin que le mande dinero, ni reciba visita de sus familiares, aunque seguía con la esperanza que le den una mano. Antonio se cruzó con Juan el día en que llegó a la cárcel, en uno de los pasillos. Lo vio desorientado con una bolsa de hule en la mano. Sabía que le esperaban horas de terror por lo que decidió ayudarlo. “Parecía buen chico y le traje conmigo, hasta que se ambiente”, fue tajante. Agregó que esta clase de jóvenes son los que se llevan la peor parte, porque están sin dinero y protección, aclaró.
Las experiencias de vida penitenciaria de Antonio y Juan sintetizan en gran medida la vida en las prisiones del país, co-gobernadas por el Clan Rotela (CR) o el Primer Comando de la Capital (PCC), según de qué unidad penitenciaria se trate. Ambos grupos nacieron y se fortalecieron gracias a las miserias de los sistemas penitenciarios, que no solamente privan de la libertad sino de todos los derechos humanos fundamentales a los privados de libertad, a quienes somete a tratos crueles, inhumanos y degradantes, que pueden aminorarse únicamente con dinero.
El laberinto de Tacumbú precisa ser desmontando material y simbólicamente, para que tanto internos, agentes penitenciarios, como la población empiece a creer que se busca desmantelar el esquema corrupto que gobierna la cárceles, y no sólo sustituirlo por otro que responda al ministro de turno.
El PCC nació en Brasil, hace más de 30 años, y está presente en varios países de Sudamérica y Europa. El CR nació a imagen y semejanza del PCC, pero hoy se declara independiente y reivindica el nacionalismo y otras prácticas como el consumo del crac, que condena el PCC. La separación de estos grupos se dio a inicios de 2019, se agudizó con el asesinato de Wilson Diana (PCC) en Tacumbú, en mayo de 2019; y se decretaron la guerra en junio de 2019, en la cárcel de San Pedro, cuando se enfrentaron con armas de fuego, cuchillos e incendios. Dos internos fueron quemados vivos; otros cuantos, decapitados, acciones con el sello característico de las venganzas organizadas por el PCC.
Concretamente, la crisis que se vive actualmente en el sistema penitenciario es el resultado de años de violación de derechos humanos, incumplimiento normativo en cuanto al trato de los privados de libertad, la corrupción institucionalizada y normalizada, conversión de las cárceles en centros de recaudación en manos de políticos improvisados que juegan a directores, pero con la única intención de juntar dinero para él y su padrino de turno. Uno de los cambiados recientemente no pudo llegar a la meta de diez millones de guaraníes diarios que le fijó su kavaju para que ingrese y permanezca en el cargo.
La crisis penitenciaria se inscribe también dentro de lo que se conoce en la teoría criminológica como encarcelamiento en masa o populismo punitivo, alentado por la telecriminología, que genera angustia social con su constante prédica de aumento sostenido de la delincuencia violenta, aunque los índices delictivos digan lo contrario. Es decir, cada día se encierra penalmente a más gente y por un tiempo más largo, aunque los delitos no sean tan graves. De esta manera, las cárceles paraguayas duplicaron su población en la última década. A mediados de octubre hay 17 mil privados de libertad. De estos, poco más de 11 mil esperan juicio, o sea, son aún inocentes.
El Poder Judicial y el Ministerio Público son las instituciones responsables del aumento sostenido de los presos sin condena. Los jueces por decretar las órdenes de prisión preventiva y los fiscales por solicitarlos ante hechos tan baladíes como el hurto de baterías, calzados, o gallinas. En realidad, no quieren enfrentarse a la criminología mediática que exige cárcel y más cárcel, y les es más cómodo mandar a la gente a prisión para evitar la crítica.
No les importa que con cada medida de prisión decretada estén haciendo más fuerte a las facciones criminales que gobiernan los pabellones porque serán estos los que darán protección o comida, según el caso, o exigirán el pago de determinados cánones para no ser violentados y abusados, física o sexualmente.
Banderas del Clan Rotela. Fuente: archivo personal del autor
El ingreso de cada nuevo interno es una posibilidad de negocio, tanto para los grupos criminales como para los agentes penitenciarios, ya que estos recibirán una parte del dinero que recogerán los capataces por ubicar al nuevo. Este debe pagar por un lugar, sino quiere ser pasillero y estar sometido a los vejámenes más crueles; deberá comprar un celular y un chip bomba, si quiere comunicarse con familiares y allegados; deberá buscar dónde y cómo cocinar; deberá pagar para que le pongan presente en la llamada de lista diaria y evitar encierros en la celda de castigo; y así, un sinfín de gastos que cuesta la vida en prisión, según la unidad y el pabellón que toque habitar, ya que cada penitenciaría tiene sus particulares reglas.
De esta manera, el sistema penitenciario en general, y Tacumbú en particular, se convirtió en el centro de operaciones criminales de los patrones de turno. Algunos de los cuales, mandaron construir pabellones y capillas, como Jarvis Chimenes Pavão, mientras otros, como Rotela, alimenta con tortillas y crac a sus seguidores, como manifestación de su poder.
Pero desde la ruptura del PCC con el Clan Rotela, en Tacumbú, a mediados de 2019, el poder de Rotela no paró de crecer. Impuso su ley a fuerza, amenazas y ejecuciones, según reveló las interceptaciones de las comunicaciones ordenadas por el Ministerio Público en el marco del Operativo Chacal, a finales del 2021. Se documentó también que el ingreso de estupefacientes en el penal se hacía por medio de los agentes penitenciarios. Este proceso sigue su curso, si bien Rotela ya tiene penas que acumulan cerca de 30 años. Hoy son más de siete mil sus miembros, en todo el país, y son hegemónicos en Tacumbú y el conjunto prisional de Emboscada. En las demás, coexiste con el PCC, pero en pabellones separados. Usan Tiktok para alardear de sus acciones y tienen pintadas las paredes de sus celdas, pabellones y muros con sus siglas CR, sobre la frase vencer o morir.
Paredes pintadas en las celdas con las siglas del Clan Rotela. Fuente: archivo personal del autor
De manera a garantizar el cumplimiento de sus órdenes, creó un grupo de guardaespaldas al que llamó linces (emulando al cuerpo motorizado de la Policía Nacional que se dedica a la represión de delitos urbanos). Con sus linces reprime desde pequeñas indisciplinas hasta los que considera desvíos sexuales. A mediados de año, una de sus víctimas terminó con varias fracturas en el hospital de Barrio Obrero. Sin embargo, ninguna denuncia se registró porque el desenlace sería peor.
Todo esto lo hace con la complicidad y tolerancia institucional, ganada con el temor que infunde y/o el dinero proveniente de sus negocios. En realidad, existe una imposibilidad material de control ya que los agentes que hacen de custodios de la seguridad de los 2700 internos de Tacumbú no son más de 30, “cuando estamos trabajando todos”, confirmó un jefe a inicios de este mes. Luego de la crisis, están trabajando 12 guardias. Seis adentro del penal; dos en la parte delantera y cuatro en el medio. El muro ya no se puede cubrir. Ni agentes ni internos están cubriendo el muro.
Por eso, la crisis de ahora, la de Tacumbú, no es novedad. Tampoco será la última, ya que no se avizora ningún plan de recuperación progresiva de la soberanía en los espacios penitenciarios a corto, mediano o largo plazo. Los responsables de la gestión penitenciaria y el gobierno solo exponen su desconcierto y desinformación en esta sociedad de cautivos, manejada a base de ilegalismos tolerados y consentidos, que reditúa dinero al poder político de turno. El laberinto de Tacumbú precisa ser desmontando material y simbólicamente, para que tanto internos, agentes penitenciarios, como la población empiece a creer que se busca desmantelar el esquema corrupto que gobierna la cárceles, y no sólo sustituirlo por otro que responda al ministro de turno.
* Director Ejecutivo de INECIP-Paraguay. Doctor por la Universidad de Barcelona-España (UB). Máster en Criminología, Política Criminal y Seguridad (UB) y Garantismo Penal y Derecho Procesal, Universidad Nacional de Pilar (UNP-INECIP). Abogado-UNA. Profesor investigador de la UNP e INECIP-Paraguay. Profesor de Criminología-Facultad de Derecho UNP y UNICAN. Investigador categorizado Nivel II PRONII-CONACYT.
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